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Actualizado: 1 de junio de 2025
Me recuerdas a los veteranos de mi tiempo, a los del Sambre, a los de Egipto. ¡Bah, bah, bah! No teníamos los carrillos hinchados ni estábamos relucientes de grasa; mirábamos como las ratas hambrientas cuando ven un queso, y teníamos los dientes largos y limpios.
El primero y el último que me has de dar en tu vida... Espera un poco añadió alzándose otra vez. Por este beso yo te he de dar cincuenta bofetadas en esos carrillos azules... ¿Admites el trato? Granate consintió inmediatamente. La niña volvió a sentarse sobre sus rodillas e inclinó la cabeza para recibir el beso. ¡Bueno, ahora llega mi turno! exclamó con infantil alegría.
Visitación veía visiones. «¿Qué era aquello?». Miraba pasmada a Mesía, cuando nadie lo notaba, y abría los ojos mucho, hinchando los carrillos, gesto que daba a entender algo como esto: «Me pareces un papanatas, y me pasma que estés hecho un doctrino cuando yo te he puesto a su lado con el mejor propósito...».
Allí dentro guardabais los enormes perros de hinchados carrillos, que ladraban noche y día.»
El rostro de Almudena, de una fealdad expresiva, moreno cetrino, con barba rala, negra como el ala del cuervo, se caracterizaba principalmente por el desmedido grandor de la boca, que, cuando sonreía, afectaba una curva cuyos extremos, replegando la floja piel de los carrillos, se ponían muy cerca de las orejas.
Prepárate a recibir los bofetones... ¡Qué carrillos, Dios mío, tan magníficos! ¿Ves que son azules?... Pues te los voy a poner verdes... ¡Atención!... ¡Una!... La primera... ¡Dos!... La segunda... ¡Tres!... La tercera... ¡Cuatro!... ¡Cinco! La mano breve y torneada de la hermosa chasqueaba ruidosamente en las carnosas mejillas del indiano.
Al sentarse a la mesa le habían asaltado mil incomodidades desconocidas para ella: acaloramientos súbitos que le enrojecían momentáneamente sus carrillos laxos, golpes de fuego a la vista, dolores punzantes a la nuca, relampagueos, obscurecimientos, latidos, y qué sé yo qué vagos presentimientos de un ataque repentino cruzaban pinchándole su imaginación y haciéndole exclamar de cuando en cuando con cierta desesperante agitación: ¡Jesús, por Dios! ¿qué tengo yo?
Primero, su padrino, el señor Hardoin, con sus anteojos de oro, sus patillas canosas y su grueso bastón de puño de marfil. Después el cura, panzudo y asmático, que le daba golpecitos en los carrillos al salir del catecismo y le felicitaba por sus progresos.
Y separándose un poco, para ver el efecto de su malicia, miró al beneficiado con ojos llenos de picaresca intención, mientras los carrillos cárdenos e hinchados delataban un buche de risa, próxima a derramarse por las comisuras de los labios. Puede ser contestó don Custodio, subrayando las palabras, para darse por enterado de la intención del otro.
Colocaos nuevamente vuestro grasiento sombrero sobre vuestro cráneo pelado, enjugaos las gotas de sudor que brillan sobre vuestros rojos carrillos, como el rocío sobre dos peonías en flor, y haceos quitar cuanto antes las manchas relucientes de vuestro respetable traje negro! Pero el buen hombre estaba demasiado emocionado para entrar en funciones sin demora.
Palabra del Dia
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