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Actualizado: 25 de octubre de 2025


La maestra se aficionó a pasear por los bosques apacibles y silenciosos; quizá creía con Filomena que los balsámicos olores de los pinos hacían bien a su pecho, pues lo cierto era que su tosecita iba siendo menos frecuente y su paso más firme; quizá había aprendido la eterna lección que los pacientes pinos nunca se cansan de repetir a oídos ya atentos ya indiferentes; así es que un día dispuso una partida campestre hacia Selva Negra y se llevó a los niños consigo.

Representaba un paisaje de encrucijadas en una región campestre llana y más bien desolada, con una casita solitaria, que probablemente había sido en un tiempo una casa de portazgo, de altas chimeneas, situada sobre la orilla del camino real, teniendo al costado un pequeño jardincillo rodeado de reja.

Regía allí la ley de razas, si no por colores, por posiciones o categorías, y se guardaban las distancias hasta en la casa de Dios, único punto de la tierra en que es un hecho la decantada igualdad social, menos cuando se trata de esos ridículos términos medios entre la confusión de las grandes poblaciones y la tranquila sencillez de la vida campestre.

Si entre tanto hubiera habido en alguna inclinación natural, alguna aptitud de las que hacen hasta placentera a muchos hombres, sin ser aldeanos, la vida campestre, menos mal; pero, por desgracia mía, me faltaban todas en absoluto.

Florentina sintió el ruido de la yerba, atendiendo a él como atiende el cazador a los pasos de la presa que se le escapa; después todo quedó en silencio y no se oía sino el sordo monólogo de la naturaleza campestre en mitad del día, un rumor que parece el susurro de nuestras propias ideas al extenderse irradiando por lo que nos rodea.

Y aún tembló más al verle de cerca... Era René. Sus manos oprimieron con cierta extrañeza unas manos fuertes, nervudas. Vió el rostro de su hijo con los rasgos más acentuados, obscurecido por la pátina que de la existencia campestre. Un aire de resolución, de confianza en las propias fuerzas, parecía desprenderse de su persona. Seis meses de vida intensa le habían transformado.

Se efectuaba en una amplia estancia que había en la parte trasera y que llamaban «el granero». Regalado, en su cualidad de divinidad campestre, presidió también á esta faena agrícola, y más rumboso que los demás vecinos, en vez del acostumbrado candil colgó del techo un velón de cuatro mecheros. Reuniéronse casi todos los mozos y mozas de Entralgo. Vinieron también algunos de Canzana.

Valencia era la ciudad mejor situada del mundo, según dijo un agudo observador, por estar construida en medio del campo. Poco después, los esposos, empaquetados dentro de una tartana, penetraban por las calles angostas y torcidas de la ciudad campestre. «¡Pero qué país, hijo!... Si esto parece un biombo... ¿A dónde nos lleva este hombre?». «A la fonda sin duda».

Un día tomó un paquete de libros colocado en un oscuro rincón de la biblioteca; me hizo sentar, abrió uno de los volúmenes y sin más preámbulo se puso a leer a media voz. Eran poesías sobre asuntos demasiado gastados después de muchos años de vida campestre, de sentimientos heridos o de pasiones tristes.

Expónme ahora tus deseos, claros y concretos. «¡Castelar tenía razón!... ¡Indudable era que las sotanas partían con las faldas el imperio del mundo!...» Y mientras esto pensaba Jacobo, con cierto rabioso despecho, que le hacía aún más antipático al padre Cifuentes, púsose a trazar un plan encantador, un verdadero idilio aristocrático, mitad campestre, mitad feudal, que fue exponiendo poco a poco y por partes.

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