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Actualizado: 7 de mayo de 2025
Y entonces el viejo a quien yo he preguntado mueve la cabeza con su gesto característico y replica filosóficamente: Lo mismo da patacón que diez céntimos. Cantan a lo lejos los gallos. De pronto vibra en los aires una campanada, larga, grave, sonora, melodiosa; y luego, al cabo de un momento, espaciada, otra, y después otra, otra, otra... Esto es a agonía dice una vieja.
Había oído rumores. ¿Se haría en alza la próxima liquidación? ¿No sería mejor liquidar en el momento con treinta céntimos de ganancia que aguardar a fin de mes?" Para ella las palabras de Salabert eran las del oráculo de Delfos. La fama inmensa del banquero la tenía fascinada.
El cura me preguntó que si eso de El Sol era una novela, y cuando yo le expliqué que era un periódico de diez céntimos, me dijo: Si es de diez céntimos, debe de ser bueno... ¿Y conseguiste la absolución? Ya lo creo. En las ciudades se consigue todo.
Pues son... deben de ser... Entonces el caballero de la camisa limpia soltó el periódico y sin mirar a la joven preguntó: ¿Qué día fue eso? El veinte pasado: miércoles, a las dos contestó ella tristemente. Pues poca duda cabe repuso el caballero lunes, uno; martes, dos; miércoles... dos días y medio, que a cuatro cincuenta de jornal... son once pesetas con veinticinco céntimos.
No tienes una idea del número de criaturas que pasan diariamente por aquí, y a las que vendo, por diez francos, unos tarros de pomada que a nosotros nos cuestan cincuenta céntimos, comprendido el envase. ¡El temor de envejecer...! ¡Esto es terrible para las mujeres que no saben hacerse viejas...! ¡Bah...! ¡No hay sacerdote que haya oído las confesiones que yo escucho a diario en uno de estos compartimientos!
Del bolsillo de la blusa salía una moneda mohosa; del sudador de la gorra otra de dos céntimos, y por las ventanas de los rotos zapatos sacábanse alguna pieza de cobre mugrienta y sudada. Era la rebusca furiosa de los céntimos escamoteados antes de salir de casa, a espaldas de sus mujeres, rabiosas de hambre y enemigas de que dos hombres de bien se diviertan en la taberna.
Dices que yo iré a pagarlo... Oye, oye, no traigas eso. ¡Si no lo va a querer tomar...! Tráete una vara. No, no traigas tampoco vara... Te pasas por la droguería y pides diez céntimos de sanguinaria. A mí me va a dar algo...». Estaba en efecto amenazada de un arrebato de sangre, y la cosa no era para menos. Nunca había visto en su sobrino un rasgo de independencia como el que acababa de ver.
Y allí estaba Visanteta, la pobre enferma, sentada en la puerta de la ermita mirando fijamente su delantal, como hipnotizada por el brillo del puñado de plata; duros, pesetas dobles y sencillas, monedas de cincuenta céntimos; todo el contenido del bolso; hasta un botón de oro que debía ser de algún guante. Rafael participaba del asombro. ¿Pero quién era aquella mujer?
El novio sacó del bolsillo todo el dinero que había preparado para las circunstancias y arrojó en círculo una lluvia de monedas de cincuenta céntimos sobre aquella horda de desgreñados, que se arrojó por el polvo con tal furor, que en un momento no se vió más que una mezcla confusa de calzones, brazos y piernas enredados.
Cuando se aproximó a ellos les dio los buenos días. Visita inmediatamente trabó conversación con ella y se enteró de su tarea. Los guardas le dejaban cortar cardillos: los que en algunas horas podía recoger los llevaba a la mañana siguiente a la plaza. Visita le preguntó cuánto solían valerle. Un día con otro treinta céntimos. ¡Treinta céntimos! exclamó asombrada.
Palabra del Dia
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