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Actualizado: 10 de junio de 2025
D. Carlos, después de anotar, gozando mucho en ello, la cantidad desembolsada, despidió a Benina con un gesto, y mudándose de capa y encasquetándose el sombrero nuevo, prenda que no salía de la caja sino en días solemnes, se dispuso a salir y emprender con voluntad segura y firme pie las devociones de aquel día, que empezaban en Montserrat y terminaban en la Sacramental de San Justo.
¡Condenado! exclamó Benina sin poder contener su enojo , ¿por qué no empezaste por ahí? Pues si el primer requesito es ser hombre... ¡a ver! Perdoñar mí... Olvidar cosa migo. Tú no tienes la cabeza buena. ¡Vaya una plancha! Pero ¡ay! la culpa es mía, por haberme creído las paparruchas que inventan en tu tierra maldecida, y en esa tu religión de los demonios coronados.
Para mayor desdicha, en aquel funesto periodo del 70 al 80, los dos niños padecieron gravísimas enfermedades: tifoidea el uno; eclampsia y epilepsia la otra. Benina les asistió con tal esmero y solicitud tan amorosa, que se pudo creer que les arrancaba de las uñas de la muerte. Ellos le pagaban, es verdad, estos cuidados con un afecto ardiente.
«Hijo mío, sí, sí dijo la madre prorrumpiendo en llanto . Vete con Dios, y solitas Benina y yo, viviremos con alguna tranquilidad. Puesto que has encontrado quien cargue contigo, y tienes ya quien te cuide y te aguante, allá te las hayas. Yo no puedo más».
Era muy lista, y no se le escapaba una sola palabra de las que oyera al señor eclesiástico, y describía con fiel memoria su cara, su traje, su acento... Benina, confusa un instante por la rareza del caso, lo dio pronto al olvido por tener cosas de más importancia en qué ocupar su entendimiento.
Su reconocimiento a las dos señoras, y principalmente a Benina, le duraría tanto como la vida... Sentía nuevo aliento y esperanzas nuevas, presagios risueños de obtener pronto una buena colocación que le permitiera vivir desahogadamente, tener hogar propio, aunque humilde, y... En fin, que estaba el hombre animado, y con la inagotable farmacia de su optimismo se restablecía más pronto.
El clérigo que al marroquí protegía era un joven muy listo, algo arabista y hebraizante, que solía echar algún párrafo con él, no tanto por caridad como por estudio. Una mañana observó Benina que el curita joven salía de la Rectoral acompañado de otro sacerdote, alto, bien parecido, y hablaron los dos mirando al ciego moro.
A poco llegó la guardesa, que también era compasiva, y lo primero que hicieron fue dar agua a Benina para que le lavase la herida a su compañero, y de añadidura sacaron vinagre, y trapos para hacer vendas. El moro no decía más que: «Amri, ¿pieldra ti no? No, hijo: no me ha tocado más que una china en el cogote, que no me ha hecho sangre. ¿Dolier ti? Poco... no es nada.
Tragose el africano esta bola con infantil candor; y haciendo prometer y jurar a su amiga que a verle volvería diariamente mientras él continuase en aquella obligación de sus acerbas penitencias, la dejó marchar. Fuese Benina por arriba, prefiriendo subir hacia la estación, como salida más cómoda y practicable.
Quedose parado y mudo; contempló a la Benina como a visión que se desvanece en un rayo de luz, y conservando en su mano izquierda la peseta, con la derecha sacó el pañuelo y se limpió los ojos, que le lloraban horrorosamente. Lloraba de irritación oftálmica senil, y también de alegría, de admiración, de gratitud.
Palabra del Dia
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