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Ahora podemos aproximarnos tanto como ustedes quieran añadió a modo de explicación. Seguramente es un hijo de San Nicolás dijo en voz baja Adelaida, ¿no podríamos pedirle noticias de su padre? ¡Silencio! dijo Catalina con decisión, puede que sea un ángel. Y con deliciosa incoherencia perfectamente comprendida por su femenil auditorio, prosiguió: Estamos hechas tres visiones.

Aquellos diputados, aquellos escritores, aquellos políticos eminentes que veía en torno suyo, le daban miedo. Pero él tenía mucho corazón, y logró dominarse un poco. ¿Pero cómo iba á empezar? ¿Qué iba á decir? En un supremo esfuerzo de inteligencia recogió sus ideas, formuló mentalmente una oración, miró al auditorio... El auditorio le miró á él, y observó que estaba pálido como un cadáver.

No le había faltado tiempo para conocer a Huberto como flirt; sabía a no dudar, que era un sportman perfecto, que su conversación de hombre de club distraía agradablemente a su auditorio, pero se daba cuenta también que, moralmente, le era perfectamente desconocido. ¿De qué vivía la inteligencia de aquel hombre? ¿Cuál podía ser la naturaleza de sus aspiraciones, el valor de su conciencia, el objetivo de su vida? ¿Hacia qué ambiciones o ensueños dirigía su voluntad?

En aquel momento se le ocurrió una frase y para exponerla a su auditorio con toda solemnidad se detuvo, extendió la mano, como separando a los otros dos, y echando el cuerpo del lado de Foja le dijo al oído, a voces: ¡Amigo mío, de todo ha de haber en la Iglesia de Dios! Rieron los otros el chiste, y no cesaron las carcajadas, hasta que el Magistral pasó al lado de los murmuradores.

De pronto, el orador ¡paf! recibe un golpe en medio de la cara; el auditorio ¡paf! recibe otro. Antes que se hubieran repuesto de la sorpresa, reciben otros dos ¡paf, paf! Era la colérica Valentina el autor de aquel daño. En menos de un minuto los llenó a ambos de bofetadas. Pablito no encontró mejor recurso que escabullirse bonitamente, y plantarse en la calle.

Si no se puede escribir en este país; luego, la están haciendo de una manera... Yo también la silbaría. En el auditorio son las expresiones fugitivas. ¡Vaya! Ya tenemos el telón bajando y subiendo. ¡Bravo! se han dejado una silla. Mire usted aquel comparsa. ¿Qué es aquello blanco que se le ve? ¡Hombre, en esa sala han nacido árboles! ¿Lo mató? ¡Ah, ah, ah! Si morirá el apuntador.

Los marineros rojos habían muerto hacía muchos siglos; el dragón había muerto también; el tesoro debía estar aún en Formentera. ¡Ay, quién pudiese encontrarlo!... Y el rústico auditorio temblaba de emoción, sin dudar de la existencia de tales riquezas, por el respeto que le inspiraba la vejez del narrador. ¡Plácidas veladas aquéllas, que ya no se repetirían para Febrer!

A pesar de este monopolio no se ha de negar que el Conde era divertido en su conversación. Hablando, encantaba o deslumbraba. Narraba como pocos, y con tal arte, que él mismo se creía la historia, aunque fuese mentira, y el auditorio solía creérsela también. Se diría que la imaginación y la memoria eran en el Conde una sola y única facultad del alma.

Si es egoísmo, confieso mi egoísmo, y declaro a la faz de mi auditorio que en el punto en que se eclipsaba la estrella que por diez años había iluminado la Europa, volví a fijar los ojos en la carta para continuar leyendo. Si no quieren ustedes enterarse de ello, no se enteren; pero es mi deber decir que la carta concluía así: «...una superchería poco digna de personas como vos.

Es innegable, además, que posee un admirable talento para cortar con una sola palabra, ya el desarrollo de cualquiera teoría que esté en pugna con el modo de pensar del auditorio, ya toda discusión que tienda a hacerse pesada.