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Actualizado: 2 de mayo de 2025


Los críticos germanófilos han combatido con tanto ardor como el más heroico de los soldados alemanes. Fabián Vidal y Manuel Aznar pueden decir el trabajo que costaba desalojar a los críticos germanófilos de ciertas posiciones. Se destruían los últimos nidos de ametralladoras, Ludendorff ordenaba la retirada y los ejércitos aliados avanzaban, pero Armando Guerra no se rendía tan fácilmente.

El alto reloj de pesas dio, con fatigado son, la medianoche. Julián era el único despierto; sentía frío en las médulas y en los pómulos ardor de calentura. Subió a su cuarto, y empapando la toalla en agua fresca, se la aplicó a las sienes.

FRANCISCO BANCES CANDAMO (nacido en Sabugo, en Asturias, en 1662, muerto en 1709), cierra no indignamente la serie de poetas del período más floreciente del teatro español, tratando de él ahora, aunque el período en que escribió es propiamente el que sigue, más por la clase de sus obras, que guardando exactitud cronológica. Sus dramas, en efecto, aunque no se distinguen por sus grandes y originales bellezas, reflejan, sin embargo, con brillo las de Calderón, demostrando lo que puede hacer un poeta de facultades medianas, cuando con amor y abnegación se consagra al estudio de algún célebre modelo. Casi todas las comedias de Candamo tienen mérito indudable y merecían ser examinadas despacio, si lo consintiesen los límites que nos hemos trazado. Mencionaremos, no obstante, dos de ellas, empezando por la mejor, á nuestro juicio, que se titula Por su rey y por su dama, cuyo argumento es un suceso célebre del reinado de Felipe II, ó la toma de Amiens. Candamo finge que el bravo Portocarrero está enamorado de la hija del primer magistrado civil de Amiens, y esta pasión lo excita á la conquista de una plaza fuerte de esta importancia. Para probar, pues, á su amada que nada hay imposible para el amor, ejecuta una serie de hazañas, cada una más atrevida, más temeraria y más novelesca que la otra. En la serie de escenas, á que da origen este motivo dramático, se aumenta más y más el interés, predominando en toda la obra una inspiración y un ardor guerrero que la llena, dulcificándolo por otra parte su tono de finísima galantería, para producir ambos móviles una impresión total gratísima. El duelo contra su dama, aunque menos digno de alabanza en su conjunto, no carece, sin embargo, de bellezas aisladas. Una dama amazona se hace jurar por su amante, de cuya fidelidad tiene algunas quejas, que no la descubrirá si toma un disfraz que la necesidad le impone. Encamínase después, vestida de príncipe, á la corte de su rival, y desafía á su amante.

¡Oh, señora Percival! exclamé, dominado por un súbito estallido de pasión le aseguro... le confieso que siempre he amado a Mabel... que ahora la amo tierna, apasionadamente, con todo ese vehemente ardor que un hombre sólo siente una vez en su vida. Ella me ha juzgado mal. He sido yo el culpable, porque he estado ciego, he procedido neciamente y jamás he leído el secreto de su corazón.

La hidrofagia, que a veces amilana, a ratos también convierte al hombre en fiera, llevándole con sublime ardor a desangrarse por no quemarse. Los franceses defendían su vaso de agua, y nosotros se lo disputábamos; pero de improviso sentimos que se duplicaba el calor a nuestras espaldas.

Por todo el horizonte se veian innumerables bandas de patos salvajes, rosados pelícanos y otros acuátiles abatiéndose en los pantanos, en medio de las vacas, las ovejas y los potros, mientras estos pacían perezosamente ó se reunían en grandes grupos para defenderse del ardor del sol, que hacia fermentar las aguas estancadas y calcinaba la inmensa llanura completamente desprovista de árboles.

La América del Norte sería una rival demasiado molesta, si una vez practica el oficio. Es además contra sus tradiciones. Muy probablemente las Filipinas defenderán con un ardor indecible la libertad comprada á costa de tanta sangre y sacrificios.

Le repito que he escrito ya al ministro y no tiene usted derecho a condenarme sin saber en qué sentido lo hice... ¿Por qué motivo no me concede usted su confianza y me niega los días de plazo que le pido? ¿Por qué? replicó Simón, dejándose llevar por el ardor juvenil que no podía ya contener.

Porque el ardor de la lucha había determinado como una relajación de la laringe, en términos que la voz se le había vuelto enteramente de falsete. Salían de su garganta las palabras como el acento de un impúber. «¿En dónde se ha metido?... ¿en dónde?... ¿No es verdad, señores, que es un miserable?... ¿un secuestrador?... Me ha quitado lo mío, me ha robado...

No me dice nada, pero me empuja, me echa en brazos de los que debiera considerar como rivales...». Y esto era lo que ella quería que él pagase. ¿Cómo? Suponía la Gorgheggi que aunque él no estuviera ya enamorado, se creía querido todavía; y engañarle, arrojarse con ardor al vicio, al amor lucrativo; remachar los besos que vendía, era su venganza.

Palabra del Dia

ciencuenta

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