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Actualizado: 18 de junio de 2025


Además, su hermano Esteban, rompiendo el mutismo frío en que se había encerrado desde la llegada de su hija, le aconsejaba prudencia. Don Antolín le había llamado, relatándole a su modo la conversación con Gabriel.

Sus vicios eran puramente de eclesiástico. Ahorraba en secreto, con esa avaricia fría y dominadora de la gente de iglesia en todos los tiempos. Su bonete mugriento era siempre de algún canónigo que lo desechaba por viejo; su sotana de un negro verdoso y sus zapatos habían sido antes de algún beneficiado. En las Claverías se hablaba en voz baja del dinero guardado por don Antolín, de sus ahorros, que dedicaba a la usura; préstamos que nunca iban más allá de dos o tres duros a los pobres servidores del templo agobiados por la miseria, y que recobraba con creces cuando a principios de mes pagaba el canónigo Obrero. En él, la avaricia y la usura iban unidas a la más absoluta probidad para los intereses de la iglesia. Perseguía encarnizadamente la menor sisa en la sacristía, y entregaba sus cuentas al cabildo con una minuciosidad que fastidiaba al Obrero. A cada cual lo suyo. La iglesia era pobre, y resultaba un pecado digno del infierno privarla de un solo ochavo.

Ya ve usted, Gabriel decía el curita . Tanto sacrificio, para venir a ganar menos de lo que gana un gañán en mi pueblo. ¿Y para esto me ordenaron con tanto aparato? ¿Para esto canté misa en medio de gran pompa, como si al desposarme con la Iglesia me uniese con la riqueza? Su miseria le hacía un esclavo de don Antolín.

Y como si quisiera corresponder a este sacrificio con otro que agradase a su hermano, al subir a las Claverías no puso la cara torva y habló a su hija durante la comida. Por la tarde, el claustro alto quedó casi desierto. Don Antolín bajó apresuradamente con los talonarios, regocijándose al saber que eran muchos los forasteros que le aguardaban.

Imitan el respeto y la tolerancia de los vencedores de otros países, pero no aprenden antes el ímpetu irrespetuoso y anonadador con que otros pueblos derrumbaron y patearon el pasado sin misericordia ni escrúpulos. Pobre y arrinconada está la Iglesia, don Antolín, comparándola con lo que fue en otros siglos; pero no tema usted que se agrave su situación.

La música de la Academia había cesado de tocar un pasodoble en la misma puerta Llana, y se oían las voces de mando de los oficiales y el choque unísono de las culatas al quedar inmóviles las compañías de cadetes. Don Antolín, con su gran vara de plata y una capa pluvial de brocado blanco, iba de un lado a otro, reuniendo a los empleados del templo.

Nuestra fiesta del Corpus vale poco, comparada con la de otros tiempos, y sin embargo, ¡cuántas economías hay que hacer en la Obrería para pagar los cuatro ochavos que cueste este extraordinario! Quedóse silencioso largo rato don Antolín, mirando fijamente a Luna, como si acabara de ocurrírsele una idea extraordinaria.

Algunos de éstos se hacían lenguas de la gran ilustración de los «sacristanes» de Toledo, elogio que acogía don Antolín como si fuese dedicado por entero a su persona. Gabriel se alarmaba más que el Vara de plata del efecto de sus palabras. Sentíase arrepentido del momento en que habló por primera vez de su pasado y sus ideales.

En su desesperación quería hacer responsable a alguien de la desgracia, y se fijaba en los más altos de las Claverías. Don Antolín no la había auxiliado con la más pequeña limosna; su remilgada sobrina apenas si había entrado a ver al pequeñuelo. A ella sólo le interesaban los hombres. El Vara de plata tiene la culpa gritaba la pobre mujer . Es un ladrón.

Tras los cesares grandes, fatales para España, venían los chicos: el fanático Felipe III, que daba el golpe de misericordia expulsando a los moriscos; Felipe IV, un degenerado con aficiones literarias, que escribía versos y cortejaba monjas, y el miserable Carlos II. Nunca ha habido en España tanta religiosidad, don Antolín decía Luna . La Iglesia era dueña de todo.

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