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Actualizado: 18 de junio de 2025


Si se rompe una casulla, aún nos quedan para componerla tiras bordadas con santos y flores, que son una maravilla. Pero ¿y cuando todo esto se acabe?, ¿cuando se rompa el último vidrio de repuesto y se agoten los retales de la Obrería? Y don Antolín reía sarcásticamente, como si este porvenir por él evocado fuese un absurdo contrario a las leyes eternas.

Don Antolín y otros sacerdotes creyeron que el joven se había trasladado a Madrid por ambición, para engrosar el número de clérigos solicitantes. Gabriel era el único que conocía el verdadero destino de don Martín.

Don Antolín había conocido a Gabriel siendo niño y le tuteaba. En el cura ignorante subsistía aún el recuerdo de los grandes triunfos alcanzados por Luna en el Seminario, y al verle pobre y enfermo, refugiado en la catedral casi de limosna, su tuteo de superioridad no estaba exento de cierta admiración. Gabriel, por su parte, temía al Vara de plata, conociendo su fanatismo intolerante.

Las rentas de España llegaron a bajar a catorce millones de ducados, mientras las del clero ascendían a ocho millones. La Iglesia poseía más de la mitad de la fortuna nacional. ¡Qué tiempos!, ¿en, don Antolín? El Vara de plata le escuchaba fríamente, como si hubiese formado un concepto definitivo de Luna y no hiciera gran caso de sus palabras.

Si de tarde en tarde se sentía alguien enfermo durante la noche, era preciso despertar a don Antolín; y hundiendo éste la mano en las profundidades de la sotana, se dignaba restablecer con su llave la comunicación con el mundo. Tenía cerca de sesenta años; era pequeño y enjuto. La edad apenas si había encanecido un poco sus cabellos, cortados al rape.

Expulsaría de las Claverías al zapatero, ya que estaba en ellas sin otro derecho que haber nacido allí su mujer. Mariquita, alborozada por la energía de su tío, debió hablar a alguien de tales propósitos, y la noticia circuló por el claustro. Don Antolín no osó seguir adelante, aterrado por la unanimidad con que toda la población se alzó silenciosamente frente a él.

De este modo, si la fortuna ayudaba al primero, podría luego proteger al segundo; y, en caso contrario, éste tendría siempre refugio que ofrecer al que intentaba restaurar el brillo de su casa y el renombre de su estirpe. Hiciéronlo así, y años después de la separación supo Diego que Antolín cantaba en una iglesia de Sevilla su primera misa.

Hasta el bueno de Esteban, el Vara de palo, protestaba a su modo, diciendo con dulzura a don Antolín: Pero ¿es verdad que usted quiere echar al zapatero? Hará usted mal, muy mal. Al fin es un pobre, y su mujer nació en este claustro. Estas novedades traen siempre desgracia, don Antolín.

Nunca faltaban viajeros que, exhibiendo los papelillos de colores de don Antolín, esperaban el momento de admirar las alhajas. El Vara de plata no veía un extranjero que no se imaginase que era un lord o un duque, extrañándose muchas veces de su desgarbo en el vestir.

Era, según su expresión, un soldado raso de la Iglesia, que en fuerza de años y servicios había llegado a sargento, para no pasar de ahí. Cuando Luna entró en el Seminario, don Antolín acababa de ordenarse de sacerdote, después de pasar su vida en la sacristía de la Primada, donde había comenzado de monaguillo.

Palabra del Dia

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