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Actualizado: 18 de junio de 2025


Este claustro, que había de ser tan grande y hermoso como el de abajo, lo comenzó el cardenal Cisneros don Antolín se llevó la mano al bonete para que viviesen en él, sujetos a reglas conventuales, los canónigos de la catedral. Pero tenían mucho dinero los canónigos de entonces, eran unos grandes señores, y no podían vivir aquí encerrados.

Dormía una noche tranquilamente el padre Antolín y despertó sobresaltado sintiendo una mano fría que se posaba en su frente. Un cerillo encendido bajo una imagen de la Virgen Protectora de Cautivos esparcía, en la celda, débiles y misteriosos reflejos. A la cabecera de la cama, y en una silla de vaqueta estaba sentado fray Venancio.

Pues vuelve donde él y dile que, si no se allana a pagarte, voy yo mismo dentro de cinco minutos por mi plata. Fray Antolín regresó al portal, y al verlo don Marcos entrar por la puerta de la tienda, le dijo: ¿Vuelve usted a fastidiarme? Nada de eso, señor Guruceta. Vengo a decirle que dentro de pocos instantes estará aquí fray Venancio en persona a entenderse con usted.

La sobrina se quejaba a don Antolín. No la hacían caso, la despreciaban; ya no venía ninguna mujer a ayudarla gratuitamente en sus faenas. La respondían insolentemente que la que necesitase criadas debía pagarlas. ¿En qué pensaba su tío? Ya era hora de imponer su autoridad, de meter en un puño a la gentuza.

irías para completar el número. Ya te recomendaría yo para que te guardasen ciertas consideraciones. Pues trato hecho, don Antolín. Cuente usted conmigo. Yo estoy para ganarme un jornal siempre que se presente. Acababa de decidirle su deseo de salir de la catedral, de pasar, sin que nadie reparase en él, por las calles de Toledo, que no había visto desde que se encerró en el templo.

Don Antolín le oía con asombro, fija en él su mirada fría. Los otros escuchaban presintiendo confusamente lo extraordinario de tales ideas emitidas en el claustro de una catedral. Don Martín, el cura de las monjas, a espaldas de su avariento protector, mostraba en sus ojos la avidez simpática con que acogía las palabras de Luna.

Les bastaba con saber que aquella vida de paz y de miserable sumisión en que habían estado hasta entonces no era inmutable, que ellos tenían derecho a más, y los humanos deben rebelarse ante la injusticia y la imposición. Don Antolín, que conocía bien el rebaño confiado a su custodia, no tardó en percatarse del trastorno moral. Adivinaba en derredor de su persona la hostilidad y la rebeldía.

Antolín, si no era rico, no daba muestras de aborrecer la riqueza: su pobreza tenía algo de problemática.

No tardaban los amigos en buscarle; y ahora el campanero, después el manchador, luego el pertiguero, el perrero o el zapaterín, iban agregándose al grupo de que era núcleo el Vara de plata. A don Antolín le gustaba verse rodeado por tanta gente, no creyendo que fuese Gabriel quien la atraía, sino su autoridad, que inspiraba miedo y respeto.

Don Antolín, con su malicia de servidor eclesiástico, adivinaba la intensidad del daño producido por Luna. Pero al momento, su egoísmo se sobreponía a la reflexión. Que hablase. ¿Y qué? Un poco de orgullo en aquella gente y nada más.

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