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Actualizado: 18 de junio de 2025
Cuando el padre murió, sin dejarles más herencia que aquellos pocos terrones y algunas onzas de oro ocultas en un puchero enterrado en el huerto, tuvieron Diego y Antolín una conferencia, en la cual convinieron que debía uno de ellos procurar hacer carrera y conseguir medro, continuando otro al frente de las tierras a que habían quedado reducidos los antiguos estados de la nobilísima familia.
Era asunto del Vara de plata; podía castigar y despedir a quien quisiera sin miedo alguno. Pero don Antolín, temblando ante la responsabilidad que le podían acarrear las decisiones enérgicas, acabó por entregarse a Gabriel, solicitando su apoyo. Aquel hombre era el que ejercía la verdadera autoridad en el claustro alto. Todos le escuchaban, siguiendo ciegamente sus consejos.
Cosa muy seria es ésta de oír hablar a un difunto. Por la mañana se acercó nuestro asustado religioso al comendador de la orden y le refirió, sueño o realidad, lo que le había pasado. Nada se pierde, hermano contestó el superior , con que vea a Guruceta. En efecto, mediodía era por filo cuando fray Antolín llegaba al mostrador del comerciante y le hacía el reclamo consabido.
Pocos días después del Corpus, una mañana don Antolín fue en busca de Gabriel. El Vara de plata sonreía a Luna, hablándole con aire protector. Había pensado en él toda la noche. Le dolía verle inactivo, paseando por el claustro. La falta de ocupación era lo que le inspiraba aquellas ideas tan perversas.
De la provincia y de Madrid llegaban forasteros para la corrida de toros del día siguiente. Mariano el campanero invitó a los amigos a oír la serenata en la galería grecorromana de la fachada principal. A la hora en que se apagaban las luces en las Claverías y don Antolín cerraba la puerta de la calle, Gabriel y sus amigos deslizábanse cautelosamente hasta la habitación del campanero.
Su palabra valía tanto como la de don Antolín. El Vara de plata la temía, inclinándose ante la poderosa protección que todos adivinaban detrás de la pobre mujer. En los tiempos que su padre, abuelo materno de Gabriel, era sacristán de la catedral, ejercía las funciones de monaguillo un chicuelo, sobrino de cierto beneficiado que acabó por costearle la carrera en el Seminario.
El demonio debe ir suelto por el claustro alto. ¡Cómo me han cambiado a esta gente! Luna adivinaba el pensamiento de don Antolín: entendía sus alusiones al demonio que andaba suelto por las Claverías. Aquel demonio era él. Tenía razón el Vara de plata. Sin quererlo, había introducido la perturbación en la catedral.
Más energía, y cuidado con molestarle de nuevo por tales insignificancias, pues entonces quien iría a la calle sería el Vara de plata. Don Antolín sintióse más animoso después de esta entrevista, aunque juró mentalmente no visitar otra vez al temible prelado. Estaba resuelto a imponer su autoridad castigando al más débil, que era para él el origen de tales escándalos.
Predispuesto como estaba al enternecimiento, aquella escena me produjo una impresión viva. Despertaron en mi espíritu las dormidas emociones de la infancia, cuando mi madre me llevaba a confesar con fray Antolín el excusador. Sentime gratamente turbado y en la mejor disposición posible para llorar los pecados de mi vida y acercarme contrito al tribunal de la penitencia.
El halagar a don Antolín era empresa más ardua, y el pobre curita sufría mucho para tener propicio al avaro, que se irritaba si no le devolvían a tiempo sus préstamos mezquinos. El Vara de plata, en su afán autoritario, gustaba de tener bajo su voluntad a un sacerdote, a un igual, para que viesen en las Claverías que no mandaba únicamente en la gente menuda.
Palabra del Dia
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