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Actualizado: 2 de junio de 2025


El sol del otoño enrojecía las amarillentas montañas del litoral, secas y olorosas, cubiertas de hierbas de bravos perfumes que se esparcían á largas distancias. En todos los repliegues de la costa pequeñas ensenadas, lechos de torrentes secos ó escotaduras entre dos cumbres surgían blancas agrupaciones de caserío. Ferragut contempló el pueblo de sus abuelos.

Firme en mi decisión, escribí a la Compañía, pregunté en el puerto si algún barco zarpaba hacia la costa de España y me metí en un vapor que iba a Bayona. Recuerdo que hacía un tiempo de agosto, pesado, horrible. Los ojos se quemaban contemplando las playas arenosas, las dunas amarillentas, los estanques rodeados de pinos y la reverberación del mar.

Al caer la tarde el sol poniente abarcó con sus rayos la ventana de colores iluminando de lleno la figura blanca con sus rayos horizontales; y entonces, como si milagrosamente la vivificaran los besos de aquella luz celeste, se fue desprendiendo de los vidrios, tomó cuerpo en el aire semejante a una forma diáfana, impalpable, flotó en el atmósfera, y lentamente fue bajando, bajando, a modo de aparición soñada, hasta tocar con sus sagrados pies el pavimento de la iglesia, por donde en luces amarillentas, lujos culpables y reflejos metálicos, parecía también desparramado el oro caído de las mesillas de los mercaderes.

Don Martín era el único que le seguía en su marcha ilusoria por el porvenir. El campanero, el manchador, el zapatero y el Tato subían por la noche a las habitaciones de la torre sin llamar al maestro, y allí exhalaban su odio contra lo existente, frente a las estampas olvidadas, amarillentas y rugosas que reproducían los episodios sin gloria de la guerra carlista.

Cuando las primeras llamas, casi invisibles, lamieron sus plantas, Aixa, alzando los ojos al cielo, fijó su mirada en el delgado creciente de la luna, que brillaba apenas, por encima de la ciudad, entre nubecillas de oro. Los leños, atizados con fuelles enormes, comenzaron a chisporrotear. El humo se inflamaba por momentos, formando lenguas amarillentas y fugaces que se perdían en el espacio.

Sobre ella, dominándola en toda la extensión y limitando el arenal, hay como una cornisa de dunas de treinta o cuarenta metros en la parte más alta, formadas por masas de arena y de arcilla, amarillentas y blancas, cortadas en unas partes a pico, en otras constituídas por mamelones terrosos llenos de grietas, de anfractuosidades y de torrenteras.

Y las dos señoras iban á ver unas pinturas borrosas que demuestran cómo no hay nada nuevo y original en este mundo: figuras amarillentas y desnudas, iguales á primera vista, sin otra novedad que el exagerado abultamiento del sexo diferencial. Media hora después, Ulises abandonó su banco con las ojos fatigados por la inmovilidad severa de las ruinas.

La barraca y la fortuna del odiado intruso alumbrarán tu cadáver mejor que los cirios comprados por la desolada Pepeta, amarillentas lágrimas de luz. Batistet regresó desesperado de su inútil correría. Nadie contestaba. La vega, silenciosa y ceñuda, les despedía para siempre. Estaban más solos que en medio de un desierto; el vacío del odio era mil veces peor que el de la Naturaleza.

Entre las palmas de coco que crecían en la isla, bandadas de papagayos verdes y rojos, de loros de plumas amarillentas y cuellos negros y de pequeños pardalotes grises y dorados revoloteaban, cantando alegremente, como saludando al sol, mientras algunos bernicla jubata, feos volátiles de cuello largo y delgado, plumaje blanco y negro y patas palmípedas, buscaban cangrejos y pececillos.

Sus pardas ó amarillentas mantas, sostenidas como capas; sus sombreros de anchurosas alas, cuando no de estilo calañes; sus pantalones cortos ciñendo la rodilla; sus polainas ó calcetas de piel, y sus carcajadas francas y ruidosas que les dan un aire de placer y satisfaccion, fijan la atencion del viajero dejándole una impresion muy agradable.

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