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Actualizado: 2 de junio de 2025
Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones.
Peras amarillentas, otras de asar, casi rojas, manzanas de oro y grana, montones de nueces, avellanas y castañas, daban alegría, variedad y armoniosa distribución de luz y sombra al conjunto, suculento sin más que verlo, mientras al olfato llegaban mezclados los olores punzantes de la química culinaria y los aromas suaves y discretos de naranjas, limones, manzanas y heno, que era el blando lecho de la fruta.
Una senda blanca serpentea entre las peñas, se pierde tras los pinos, surge, se esconde, desaparece en las alturas. Aparecen, acá y allá, solitarios, cenicientos, los olivos; las manchas amarillentas de los rastrojos contrastan con la verdura de los pámpanos.
Viñas, castañares, campos de maíz granados o ya segados, y tupidas robledas, se escalonaban, subían trepando hasta un montecillo, cuya falda gris parecía, al sol, de un blanco plomizo. Al pie mismo de la torre, el huerto de los Pazos se asemejaba a verde alfombra con cenefas amarillentas, en cuyo centro se engastaba la luna de un gran espejo, que no era sino la superficie del estanque.
Ella le había enseñado algo de francés y un poco de piano en un antiguo instrumento de teclas amarillentas y gran frontispicio de seda roja que casi llegaba al techo. Otros sabían menos que él y eran tan caballeros y mucho más dichosos. ¡A vivir!.... Permaneció dos años en Madrid.
Sus copas, agitadas durante tantos años por el viento Sur, están algo calvas; sus ramas inferiores, especialmente las de las encinas de en medio del grupo, se ennegrecen y secan; cuelgan de ellas en su extremo un manojito de hojas amarillentas que van cayendo poco a poco con las ráfagas del viento equinoccial, produciendo un ruido seco y repentino, que hace huir y chillar de espanto a los grajos y los mirlos.
La muchacha dió a beber al viejo un poco de café, y yo pude contemplar al padre y a la hija. Era él un hombre escuálido, de unos sesenta años; la barba, blanca, recortada y en punta; los ojos, pequeños, grises y vivos, debajo de unas cejas largas y amarillentas; la nariz, aguileña.
Había comprendido aquella coincidencia extraña que le dio clara idea de su situación. Al entrar en la venta vio, iluminados por la rojiza llama del hogar y las amarillentas luces de un velón, los arrieros y mozos de muías que descansaban en torno de la lumbre, jugando con barajas abarquilladas y sebosas, apurando vasos de vino.
La alta nave se encontraba obscura y desierta; en medio, delante del altar mayor, la cerora y el sacristán iban vistiendo de negro un catafalco mortuorio; en el suelo se entreveían una porción de objetos, trozos de madera, en donde se arrollan las cerillas amarillentas, y cestas con paños negros.
Marsella era la metrópoli del Mediterráneo, el puerto terminal para todos los navegantes del mare nostrum. En su bahía, de cortas olas, se alzaban varias islas amarillentas, con franjas de espuma, y sobre una de ellas las torres robustas del novelesco castillo de If.
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