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Actualizado: 29 de julio de 2025
Cuando hubo cambiado de traje, cualquiera hubiese tomado al anciano cazador, a pesar de sus grandes bigotes grises, por un aldeano de la montaña alta. Sus dos hijos, muy satisfechos de tomar parte en aquella primera expedición, repasaban las espoletas de las carabinas, y sacando las bayonetas de caza, largas y rectas como espadas, las colocaron al extremo de los cañones.
Demetria no era hija de aldeanos, sino de señores, y señora ella misma por lo tanto. ¿Cómo se acordaría en las alturas de su nueva posición de la bajeza de aquel aldeano que la amaba? ¡Oh, cuánto la amaba! El pobre Nolo daba vueltas en su lecho cual si tuviese espinas. Por la mañana pensó en comunicar con su madre tan tristes noticias, pero no pudo hacerlo.
Yo no me meto con usted... no se meta usted conmigo... La vaca me está causando todos los días perjuicios... Pues quéjese usted al juez. Antes de quejarme al juez, he de arreglar a esa grandísima... Ya se librará usted de hacerlo. Lo veremos. Y el aldeano se alejó lentamente, murmurando amenazas salpicadas de groseras interjecciones.
Detúvose, y mirando a todo el círculo del horizonte, parecía impaciente y desasosegado. Sin duda no tenía gran confianza en la exactitud de su itinerario y aguardaba el paso de algún aldeano que le diese buenos informes topográficos para llegar pronto y derechamente a su destino. No puedo equivocarme murmuró . Me dijeron que atravesara el río por la pasadera... así lo hice.
El aldeano se asomó a la caja de la escalera y gritó: Ángela, di a Rosa que venga en seguida... Está en la huerta escogiendo avellana... La fisonomía del indiano se nubló al pensar que iba a encontrarse frente a la joven. Por primera vez se le ocurrió que podía ser desairado. No tardó en presentarse Rosa. ¿Qué me quería, padre?
Aquellos mozos antes tan parcos y sumisos se tornaron en pocos meses díscolos, derrochadores y blasfemos. No solamente cambiaron su pintoresco traje aldeano por el pantalón largo y la boina, sino que se proveyeron casi todos de botas de montar, bufanda, reloj y lo que es peor, de navaja y revólver.
Veía llegar los coches llenos de gente: las carretas ocupadas por familias mientras el aldeano marchaba a la cabeza de la yunta, guiándola con su larga vara; grupos de caseros en mangas de camisa, con la chaqueta y la boina al extremo del garrote que llevaban al hombre como un fusil.
Están siempre igualmente tristes, igualmente severas, durmiendo, envueltas en la bruma. ¡Qué contraste con la inquietud del mar y con sus mil caminos diversos! ¡Qué existencias más inmóviles! Esa casa de piedra amarilla, sombreada por el saliente alero, se me figura la cara de un viejo aldeano, tosco y pensativo. ¡Qué quietud en todo el pueblo!
Ya no chillaban los carros de regreso de las tierras: ya no se oían los gritos de los paisanos azuzando al ganado al meterlo en el establo: ya no sonaban las esquilas de las vacas, ni mugían alegremente los becerros al sentir cerca a sus madres. Sólo las notas prolongadas, tristes, del canto de un aldeano se dejaban oír suavemente, apagadas por la distancia.
Ya sé que á ustedes, los indígenas de la ciudad, no hay que hablarlos de la aldea: ser aldeano es casi un crimen en Santander. No diré yo tanto; pero lo que sí aseguro es que no arrastrará usted á un santanderino legítimo á la aldea, ni por ocho días, aunque le prometa en ella la suprema felicidad.
Palabra del Dia
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