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Su traje no era de aldeano ni de caballero: chaqueta de pana, pantalón largo, botas altas y sombrero de fieltro: colgando por encima del chaleco una gran cadena de plata para el reloj. Llamábase Pedro Regalado. Procedía de Villoria: había ido al servicio: llegó á sargento: cuando vino hizo la corte al ama de llaves del capitán: se casó con ella: D. Félix le hizo su mayordomo.

Así que, al casarse su hijo mayor, el tío Pacho construyó una casa de piedra al lado de la suya para que se acomodase. Hizo otro tanto al casar á su hija. Y cuando á su tercer hijo, Nolo, le tocó en suerte el ir de soldado, el viejo aldeano montó á caballo y alegre como si fuese á una romería depositó en las oficinas de Oviedo trescientos duros en doblones de oro para redimirle del servicio.

En fin, Jaime siguió el aldeano encogiéndose de hombros, si me la había de llevar otro bribón, más vale que seas . D. Jaime rió también la gracia: estaba para reírlo todo.

Ya le he dicho a usted me replicó, como si se excusara en broma de una grave falta , que tengo la debilidad de creerme algo poeta, aunque meramente pasivo; pero es lo cierto que eso, tan mal expresado por , y sea ello lo que fuere, es, algo más razonado y en escala mucho mayor, lo mismo que yo sentía de muchachuelo en mi lugar; lo que echaba de menos en Madrid, y lo que parece necesitar mi espíritu aldeano para vivir a su gusto.

Un estremecimiento sacudió el cuerpo del mozo de la Braña. ¡Oh, por !... ¡Bien te acordarás cuando seas señora y vistas de seda y cuelgues de las orejas pendientes que reluzcan como candelas de este pobre aldeano que allá en la Braña destripa terrones! Calla, Nolo, calla profirió ella con acento severo. No me obligues á decir lo que no debo. Lo que soy ahora lo seré siempre para ti.

Hombre, ¡qué lástima! exclamó, verdaderamente condolido, el noble forastero. Como usté lo oye, señor: crea usté que para ha sido hoy un día desgraciao. Y el bueno del aldeano, al decir esto, menudeaba más y más los giros de su sombrero, y bregaba, hasta sudar, con los mechones de su áspera cabellera.

Mas ni la muchedumbre, ni los monumentos, ni los escaparates de las tiendas, ni siquiera los hermosos jacos de cuatro y cinco años lograron llamar la atención de nuestro aldeano. Pasaba por delante de todo ello como si no lo viese.

¡Queda sólo del tiempo viejo de las miserias sufridas en silencio, la gloriosa bandera deshilachada que tantas veces cuidé en largas horas de angustia y cuya vista hace latir todavía mi corazón como en aquellas, dichosas, en que, al regreso de una expedición arriesgada de la que muchos de los nuestros no volvían, era sacada para que el capellán dijera ante ella su misa por el eterno descanso de los que quedaban allá entre las sinuosidades de las sierras, en el triste cementerio aldeano o bajo el manto eterno de verdura de la pampa desierta y misteriosa!

Este es de los nuestros. Venid los dos. El tal hombre era un aldeano alto, flaco, vestido con un uniforme destrozado y una pipa de barro en la boca. Parecía el jefe y le llamaban Luschía. Martín y Bautista siguieron a los mozos armados, pasaron de Alzate a Vera y se detuvieron en una casa, en cuya puerta había un centinela. ¡Bajadlos! ¡Bajadlos! dijo Luschía a su gente.

Las plantas del Norte se marchitan con el sol de los trópicos. La esclavizada raza de Mahoma se asfixia bajo el peso de la libertad europea. El sencillo aldeano de nuestros campos, tan risueño y expansivo entre los suyos, enmudece y se apena en medio del bullicio de la ciudad.