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Pasó como un relámpago por su voluntad el propósito de salir en seguida para Alcira aunque fuese a pie; quería avistarse con Rafael, arrojarle al rostro aquella carta, abofetearle, batirse. ¡Ah, el miserable! ¡el infame! rugía.

Aquí tiene usted para cubrirse mientras secamos sus ropas. Y ofrecía al barbero una bata magnífica de peluche azul, con grandes cascadas de encajes en el pecho y las mangas. Cupido se retorcía de risa en su asiento. ¡Pero qué gracioso era aquello!... ¿Iba él a vestirse con tal preciosidad? ¿Y sus patillas?... ¡Cómo reirían los de Alcira si le viesen!

Un domingo, por exigencias de los arrendatarios, tuvo que ir a su huerto de Alcira, y pasó el día como un desterrado, mirando melancólicamente hacia Valencia y sintiendo un inocente enfurruñamiento contra el sol porque marchaba despacio, retrasando la hora del regreso. Por la noche, ¡con qué placer saltó al andén de la estación, hendiendo a codazos la muchedumbre que obstruía la salida!

Su plan estaba formado. Esperaría hasta fines de año, vendería el huerto de Alcira, y don Antonio le haría traspaso de la tienda por unos cuantos miles de duros. El afortunado bolsista seguía abominando de la tienda y del mezquino comercio al por menor; no era difícil alcanzar la cesión de Las Tres Rosas por lo que el joven quisiera darle. ¡Valiente cosa le importaba a él mil duros más o menos!

Mi entusiasmo por la artista dijo con timidez. Yo admiro mucho el talento de usted. Leonora prorrumpió en una ruidosa carcajada. ¡Pero si usted no me conoce! ¡Si usted no me ha oído nunca!... ¿Qué sabe usted de eso que llaman mi talento? A no ser por ese parlanchín de Cupido, hasta ignorarían en Alcira que yo canto y soy conocida fuera de aquí.

Aquella estatua desfigurada y vulgar era el penate de la población, y la cándida leyenda de la enemistad y la lucha entre San Vicente y San Bernardo, inventada por la religiosidad popular, venía a su memoria. El elocuente fraile llegaba a Alcira en una de sus correrías de predicador y se detenía en el puente, ante la casa de un veterinario, pidiendo que le herrasen su borriquilla.

Todos los miércoles, día de mercado en Alcira y de gran aglomeración de hortelanos, la calle donde vivía don Jaime era un jubileo.

¿Cómo aproximarse?... Rafael estuvo tentado aquella misma tarde, paseando sin rumbo por las calles de buscar en su tienda al barbero Cupido. El alegre bohemio era el único de Alcira que entraba en su casa. Pero lo detuvo el miedo a su lengua murmuradora.

Los chicuelos que entonces le espiaban desde el gran portalón, esperando una oportunidad para jugar con el hijo del poderoso don Ramón Brull, eran los mismos que dos horas antes marchaban agitando sus fuertes brazos de hortelanos, desde la estación a la casa, dando vivas al diputado, al ilustre hijo de Alcira.

Después de su llegada, del ruidoso recibimiento en la estación, de los vítores y música hasta ensordecer, apretones de manos aquí, empellones allá, y una continua presión de más de mil cuerpos que se arremolinaban en las calles de Alcira para verle de cerca, era el primer momento en que se contemplaba solo, dueño de mismo, pudiendo andar o detenerse a voluntad, sin precisión de sonreír automáticamente y de acoger con cariñosas demostraciones a gentes cuyas caras apenas reconocía.