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Actualizado: 30 de junio de 2025


Rafael quería salir de esta situación, le molestaba ver a aquella mujer glacial, indiferente; tratándole con cortesía desdeñosa, sosteniendo con gran corrección las distancias para evitar la familiaridad. Pero puesto ya en la pendiente, se atrevió a seguir preguntando: ¿Y piensa usted permanecer mucho tiempo en Alcira?... Rafael creyó que se hundía el suelo bajo sus pies.

Un ermitaño vino huyendo de allá, no se sabía por qué: tal vez por alguna sarracina de las de aquella época de guerras y atropellos, y para salvar a la Virgen de profanaciones, se la trajo a Alcira, edificando aquel santuario.

Y le tendía la pluma, a pesar de no haberse mencionado en la conversación el propósito de escribir a persona alguna. No puedo, don Andrés. Soy un caballero, tengo mi palabra dada y no retrocedo venga lo que venga. El viejo sonreía con sarcasmo. todo lo caballero que quieras. Lo serás para esa mujer. Pero cuando rompas con ella, cuando te deje o la abandones no vuelvas a Alcira.

No ocurría suceso en Alcira que él ignorase; todas las debilidades y ridiculeces de los personajes de la ciudad, las hacía públicas en su barbería para regocijo de los de la cáscara amarga que se reunían allí a leer los órganos del partido.

Ya estaban lejos aquellos tiempos en que toda su banda de amigotes se agarraba a tiros con la tropa en las calles de Alcira, dando vivas a la Federal... Su soledad y la tristeza de la derrota, le hicieron entregarse más que nunca a la música. Sólo tenía una alegría en medio de la desesperación que le causaba el fracaso de sus perversas ideas. Leonora amaba la música tanto como él.

De vez en cuando se sabía algo; una noticia que Cupido pescaba en los periódicos y propagaba por ahí; una revelación de la tonta doña Pepa, que contaba a los curiosos las glorias de su sobrina en el extranjero; muchas mentiras que se inventaban no se sabe dónde ni por quien. Todo esto quedaba oculto como el fuego bajo la ceniza. Si a esa muchacha no se le hubiera ocurrido volver a Alcira... nada.

Eran el patrono de Alcira y sus santas hermanas; el adorado San Bernardo, el príncipe Hamete, hijo del rey moro de Carlet, atraído al cristianismo por la mística poesía del culto, ostentando en su frente destrozada el clavo del martirio. Los recuerdos de su niñez, vigilada por una madre de devoción crédula e intransigente, despertaban en Rafael al pasar ante la imagen.

Su nueva existencia, las continuas y pequeñas satisfacciones del amor propio, el saludo de los ujieres del Congreso, la admiración de los que venían de allá y le pedían una papeleta para las tribunas; el verse tratado como compañero por aquellos señores, de muchos de los cuales hablaba su padre con el mismo respeto que si fuesen semidioses; el oírse llamar señoría, él, a quien Alcira entera tuteaba con afectuosa familiaridad, y rozarse en los bancos de la mayoría conservadora con un batallón de duques, condes y marqueses, jóvenes que eran diputados como complemento de la distinción que da una querida guapa y un buen caballo de carreras, todo esto le embriagaba, le aturdía, haciéndole olvidar, creyéndose completamente curado.

¿Es usted de aquí? preguntó con voz trémula, temiendo que su curiosidad fuese repelida por el desprecio. , señor se limitó a contestar la señora. Pues es particular. Nunca la he visto a usted... Nada tiene de extraño. Llegué ayer. ¡Ya decía yo!... Conozco a todas las personas de la ciudad. Me llamo Rafael Brull, y soy hijo de don Ramón, que fue muchas veces alcalde de Alcira.

Sabía por sus espías que una mañana de mercado se habían encontrado los dos en las calles de Alcira. Rafael volvió la mirada como si buscase un sitio por donde huir; ella palideció y siguió adelante fingiendo no verle. ¿Qué significaba esto?... La ruptura para siempre.

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