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Comiendo y hablando, tuve yo que decir, porque me lo preguntaron mis locuaces comensales, qué cosas se comían por los pudientes, y a qué horas, en «esos mundos de Dios». De todo se admiraban aquellas sencillísimas mujeres; y yo, al notarlo, me complacía en apurar la nota, y así llegué a ponderarles el exquisito sabor de las ancas de rana y de los nidos de golondrina, entre otras distinguidas y elegantes porquerías alimenticias que cité.

«Tal vez, aunque no era seguro, ni mucho menos, entre aquellos hombres que la admiraban de lejos, devorándola con los ojos, habría alguno digno de ser querido... pero las tías se encargaban de mantener las distancias que exigía el tono, y los pobres abogadillos, o lo que fueran, tal vez demócratas teóricos, respetaban aquellas preocupaciones, y participaban a su pesar, de ellas.

A más de los huéspedes habituales del castillo, el señor de Maurescamp invitaba de tiempo en tiempo a las cacerías de la Venerie, a algunos oficiales de la guarnición de Compiègne, a quienes había conocido en París, en las cacerías de los bosques. Entre estos oficiales, que eran casi todos de la mejor sociedad, había uno que hacía excepción, y que todos se admiraban verlo admitido en la Venerie.

El príncipe oyó voces encima de él. Castro y Spadoni se hablaban de ventana á ventana. La precoz belleza del día les había hecho saltar del lecho con misterioso aviso. Admiraban el cielo, sin un vapor que enturbiase las distancias. Las montañas habían adquirido un relieve extraordinario: parecían más grandes y más próximas.

Pero los tertulianos admiraban más otro oasis, á varias leguas de distancia, aguas abajo, en un lugar donde el río, por tener un desnivel natural, podía ser sangrado para el riego. Un vasco había abierto fácilmente canales, regando leguas y leguas plantadas de alfalfa. Las excelencias de este pasto eran un motivo de admiración en el boliche.

En los días de gran mercado, las mujeres del campo, que venían á la capital montadas á estilo de hombre en sus caballejos de largo pelaje, admiraban al célebre policía. Le llamaban don Morales, poniendo el don ante el apellido, como es de uso en el país. Todas ellas palidecían al ver al héroe, pretendiendo atraerlo con las más dulces miradas de sus ojos oblicuos.

¡Asaúra!... ¡Malaje!... ¡Sosa! gritaban irónicamente los amigos, jaleándola con rítmicas palmadas. Se burlaban de su pesadez, pero admiraban con ojos de deseo la gallardía de su cuerpo. Y ella, orgullosa de su arte, tomando por elogios entusiastas estos gritos incomprensibles, seguía moviendo las caderas y elevaba los brazos como asas de ánfora en torno de su cabeza, con la mirada en alto.

Acostumbrado el sacerdote a adivinar el estado de ánimo de los públicos, aceleraba sus gestos, llevaba la ceremonia a todo galope mascullando frenéticamente sus latines, reanudándolos antes de que terminase sus respuestas el ayudante con sotana negra. Este ayudante era don José, el cura español, encogido, humilde, para ganarse las simpatías de las señoras que admiraban al abate.

Acostumbrados á las rudas orillas del Océano y sus eternas rompientes, los marinos bretones admiraban esta navegación fácil casi tocando la costa, viendo á sus habitantes del tamaño de hormigas. Dirigido el buque por otro capitán, hubiese resultado peligroso navegar tan cerca.

21 Entraron en Capernaum; y luego los sábados, entrando en la sinagoga, enseñaba. 22 Y se admiraban de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene potestad, y no como los escribas. 23 Y había en la sinagoga de ellos un hombre con espíritu inmundo, el cual dio voces, 24 diciendo: ¡Ah! ¿Qué tienes con nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a destruirnos? quién eres: el Santo de Dios.