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Por si me quedaba alguna duda sobre la naturaleza de aquellos síntomas que me supieron a rejalgar entró Facia muy diligente y hasta risueña, con la disculpa de llevarse mi brasero, que ya estaría muriéndose, para «rescoldarle» un poco, y me dijo, mientras se acurrucaba para cogerle por las dos asas: Está nevandu, y va a haber temporal de eyu.

Entre las azuladas piedrecitas veíanse fragmentos de barro cocido: pedazos de asas; superficies cóncavas de alfarería, con vestigios de remotos adornos que tal vez habían pertenecido a panzudas vasijas; pequeñas esferas irregulares de tierra gris, en las que parecía adivinarse, a través de las roeduras del agua salitrosa, rostros informes, fisonomías crispadas por el paso de los siglos.

Ella bailaba en medio del corro frente a Luis, con las mejillas enrojecidas y un brillo extraordinario en los ojos. Nunca la habían visto bailar tan arrebatadamente y con tanta gracia. Sus brazos desnudos, de una palidez de perla, elevábanse en torno de la cabeza, como asas de nácar de voluptuosa redondez.

Sobre el platillo de doce lados de la planta, en cuyas esquinas hay lindas cabecitas de serafines, se levanta un cuerpo de tres zonas: la primera, de ángulos entrantes y salientes, deja francos seis de los lados del duodecágono para la colocacion de las asas ó agarraderos por donde se sostiene la custodia.

Y estos coquillos negros estaban muy pulidos por dentro, y en todo su exterior trabajados en relieve sutil como encaje. Cada taza descansaba en una trípode de plata, formada por un atributo de algún ave o fiera de América, y las dos asas eran dos preciosas miniaturas, en plata también, del animal simbolizado en la trípode.

Las asas de la taza de Lucía eran dos pumas elásticos y fieros, en la opuesta colocación dedos enemigos que se acechan: descansaba sobre tres garras de puma, el león americano. Dos águilas eran las asas de la de Juan; y la de Pedro, la del buen mozo Pedro, dos monos capuchinos.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanla ojeadas de ardoroso deseo. En todos los extremos del vagón hablábase de ella relatando su historia.

¡Asaúra!... ¡Malaje!... ¡Sosa! gritaban irónicamente los amigos, jaleándola con rítmicas palmadas. Se burlaban de su pesadez, pero admiraban con ojos de deseo la gallardía de su cuerpo. Y ella, orgullosa de su arte, tomando por elogios entusiastas estos gritos incomprensibles, seguía moviendo las caderas y elevaba los brazos como asas de ánfora en torno de su cabeza, con la mirada en alto.

Fíjate, criatura; di si tu abuela se ha visto nunca en tal abundancia. Esto parece un café de la Puerta del Sol. Maltrana, a la luz indecisa de la vela, veía todos los platos rajados por negras líneas, las tazas con grietas o sin asas, los vasos con los bordes rotos.

A sus pies había un perro, muy bien figurado, que llevaba entre los dientes una antorcha, al parecer encendida, con la cual, según el sueño de Santa Juana de Asas, abrasaba e ilustraba el mundo en amor y en conocimiento de Dios.