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Actualizado: 27 de mayo de 2025
Afortunadamente acababan de dar un codillo al general, lo que hizo que no oyese este precioso diálogo. En este momento entró Rafael con el príncipe: le presentó a la condesa, la cual le recibió con su acostumbrada amabilidad, pero sin levantarse, según el uso español. El príncipe era alto, delgado; representaba cuarenta y cinco años, y, aunque príncipe, no de muy distinguida persona ni maneras.
En un momento de silencio, D. Juan Casanova, que tenía la cabeza inclinada hacia un lado, sin duda por el excesivo peso del cerebro, la descargó algún tanto, diciendo con su acostumbrada solemnidad: Eloisa, hoy he hallado a su hermano Álvaro en el paseo de la Atalaya. Llevaba un pantalón de cuadros. D.ª Eloisa suspiró, como siempre que se tocaba el punto de su hermano.
¿No va V. de vez en cuando a San Sebastián? Casi nunca. Mi tía me lleva cuando hay que traer algún encargo; pero ida por vuelta. ¿Pues? Estaba cansada de andar de un sitio para otro... al teatro... al paseo... a los comercios... Me dolían mucho los pies. Decían que era porque no estaba acostumbrada. Me ha dicho su tía que ha estado V. educándose en un colegio...
¿Hay alguna desgracia? le pregunté, mirándola á la cara. No, no es eso precisamente. Usted mismo juzgará. Siéntese. Mi querido hijo; ha pasado usted dos ó tres noches en el castillo durante la presente semana ¿no ha observado en él nada nuevo ni de singular, en la actitud de las señoras?... Nada. ¿No ha notado al menos en su fisonomía una especie de serenidad no acostumbrada?...
Desde el primer día, Clementina le había tuteado a solas, acostumbrada a aquellas transiciones y conciertos secretos de mujer galante, que ahora favorecía la diferencia de edad. Raimundo no podía acostumbrarse a darla el tú. Hacía esfuerzos por conseguirlo; pero a lo mejor volvía al usted y seguía la plática tratándola de este modo, hasta que la dama se irritaba y le reprendía ásperamente.
En el muelle se agolpaban los del oficio: su vista, acostumbrada a las inmensidades del mar, había reconocido lo que remolcaba la barca. Pero Antonio sólo miraba, al extremo de la escollera, a una mujer alta, escueta y negruzca, erguida sobre un peñasco, y cuyas faldas arremolinaba el viento. Llegaron al muelle. ¡Qué ovación! Todos querían ver de cerca el enorme animal.
Apeáronse los cuatro y fueron a apear a los dos ancianos, señal por do se conoció que aquellos dos eran señores de los seis. Salió Costanza con su acostumbrada gentileza a ver los nuevos huéspedes, y apenas la hubo visto uno de los dos ancianos cuando dijo al otro: Yo creo, señor don Juan, que hemos hallado todo aquello que venimos a buscar.
La criatura, acostumbrada a quedar sola largas horas sin que su madre reparase en ella, se sentó en el saco y extendió sus manecitas frente a la llama, llena de gusto, balbuceando y diciéndole largos discursos inarticulados al alegre fuego, como un patito recientemente nacido que comienza a encontrarse bien al sol.
A la hora acostumbrada se acostó; pensó un poco en lo que Luz pensaría de su constipado, y, ¡cosa rara!, se durmió como un bendito... hasta el amanecer. El despertar fue terrible, ¡eso sí!... Todo lo ganado antes del sueño en una batalla de muchas horas contra las negras ideas, se pierde en un instante al despertar. Esto lo saben todos los hombres que han tenido tempestades en la cabeza.
Elías sacó de su bolsillo una pequeña faja negra, que le servía de tapabocas, se la envolvió al cuello y se dispuso á salir. El cafetero, con su oficiosidad acostumbrada en presencia de aquel personaje, se dirigió á abrirle la puerta. Ya principiaba á despuntar el día. El viejo realista salió sin saludar á su amigo y tomó la dirección de su casa. #Un lance patriótico y sus consecuencias#.
Palabra del Dia
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