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Actualizado: 6 de julio de 2025


Y era otra, también, la misma abuelita. Los viejos muebles coloniales que la acompañaban desde otros tiempos, parecían escuchar también, con un poco de asombro, la alegre charla, en aquella habitación impregnada de reminiscencias añosas y como poblada de vagos fantasmas.

El corazón no puede engañarme, el corazón me dice que cuando yo me presente a ella, cuando me vea... No, no quiero pleitos; quiero entrar en mi nueva, en mi verdadera familia con paz, no con guerra, recibiendo un beso de mi abuela y sintiendo que la cara se me moja con sus lágrimas. ¡Es tan buena mi abuelita!... Y aquel Alonso cojo, ¡qué fiel y honrado parece!... Siempre, siempre seguirá en la casa, con su pata de palo, que va tocando marcha por las escaleras... Mis papeles están en regla.

Y no hables tanto, ahora; volverá a subirte la fiebre. En esto bajó Zoraida para pedir a Julio que hiciera compañía a la abuelita. Era preciso tranquilizarla de cualquier modo; ya resultaban inútiles los esfuerzos que ella y Eduardo hacían para darle a entender que no tenía gravedad el estado de Laura. A toda costa quería que la bajaran en una camilla.

Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo: Te falta una cosa, Rodolfo.... ¿Qué cosa, tía? ¡Dar gracias, Rorró!... Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.

Ya lo creo... indicó Jacinta con orgullo . Pero no; él es bueno ¿?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad? Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos maridos. Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza.

Aquí, abuelita, aquí respondió la niña saliendo de la estancia de su madre. Era una criatura que aun no había cumplido los tres años, rubia como el oro, tan habladora y espontánea, que ejercía sobre la abuela verdadera fascinación.

Al movimiento de las pisadas en el suelo, los dos chinitos comenzaban a saludar amablemente, y parecían rivalizar en zalamerías. Cuando me dejaban entrar en la sala, me pasaba el tiempo mirándolos y diciendo: Abuelita, ahora dicen que , ahora que no. Ahora , ahora no. Mi abuela poseía también un loro, Paquita, que dominaba el diálogo y el monólogo. Se le preguntaba: Lorito, ¿eres casado?

Seres que ya sólo en el recuerdo de esta anciana continuaban perdurando y que se desvanecerían para siempre cuando ella bajara a la tumba. Y era un curioso contraste, después de la chispeante y sonora conversación de José Luis, el modo apacible, lento, con que la abuelita contaba las cosas de su tiempo.

¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy! exclamó Barbarita en tono de consternación . Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba un vestidito de marinero con su gorra en que diga: Numancia. ¡Qué bien le estará! Hijo de mi corazón, ven acá... No te me escapes; si te quiero mucho, ¡si soy tu abuelita...! Me dicen estos tontainas que has roto el camello del Rey negro.

Dejándole plantado en medio de la calle, dirigiose a la puerta del palacio. El gran sobresalto de su alma crecía a cada paso. ¡Oh! Sin duda, su abuelita la esperaba con igual ansiedad. Hasta llegó a imaginar que estaría en un balcón esperándola. Miró y no había nadie.

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