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Actualizado: 22 de mayo de 2025
Te llevaría, de aquí, y lejos de las luchas de familia, al abrigo de antiguos rencores, viviría para ti sola y trataría de hacerte olvidar con mi ternura las afecciones transitoriamente abandonadas.... Eso sería una ingratitud. Eso sería habilidad. Ya verías como se establecía prontamente la inteligencia.
Eran las cabras del Vedrá; cabras salvajes por el aislamiento, abandonadas hacía muchos años, y que se reproducían lejos del hombre, habiendo perdido todo hábito de domesticidad, huyendo monte arriba con prodigiosos saltos apenas una barca abordaba el peñón. En las mañanas tranquilas, sus balidos, agrandados por el silencio agreste, extendíanse sobre la superficie del mar.
El sol, que ya picaba, el calor, lo áspero del terreno y el cansancio de las pasadas marchas, entorpecían el acceso; pero, al cabo de media hora, las dos columnas llegaron casi al mismo tiempo a la primera línea de trincheras abandonadas, siguiendo el movimiento de avance: nadie tomó punto de reposo.
Buscaban las pieles viejas de culebra, abandonadas entre los guijarros al cambiar de envoltura el reptil y festoneaban los caños de las fuentes con estos pellejos oscuros, atribuyendo a su ofrenda influencias misteriosas. Los largos días de inmovilidad en el monte, vigilando el pastar de las bestias, extinguía lentamente todo lo que en estos muchachos había de humano.
El español iba a llamar al mayordomo, cuando le oyó responder de mal humor a un joven que, en alemán y con gestos expresivos, parecía implorar su socorro en favor de aquellas abandonadas criaturas. Como la persona de este joven no indicaba elegancia ni distinción, y como no hablaba más que alemán, el mayordomo le volvió la espalda, diciéndole que no le entendía.
Estas fugas no eran nunca sin un generoso recuerdo. La magnificencia de Miguel Fedor continuaba existiendo para las abandonadas. Su presupuesto se iba cargando todos los años con nuevos nombres, como el de una casa real que distribuye pensiones á los servidores olvidados. Pero las pensiones del príncipe Lubimoff eran para el mantenimiento del lujo y no de la vida.
Los armarios colosales se contaban a docenas, todos de roble viejo, con tallas tan complicadas como sus enormes cerraduras; los cuadros, buenos o malos, llegaban hasta el techo; las sillerías incompletas y de distintos colores, no encontrando espacio junto a las paredes, esparcíanse por el centro; todo estaba ocupado, como si la casa fuese un almacén, un depósito de rapiñas verificadas al azar; y aunque todas las piezas estaban abarrotadas, la casa sonaba a hueco, y la soledad despertaba esos ecos misteriosos de las grandes viviendas abandonadas.
No se oía ruido de viento: la calma era absoluta; pero en este ambiente tranquilo, el frío resultaba más punzante, más mortal. Parecía que el mundo acababa aquella noche, que el sol ya no saldría más, que la tierra iba a permanecer por siempre bajo su mortaja de nieve. El joven entró en la cocina. En una cazuela quedaban unas brasas, abandonadas por la Teodora después de su cocimiento.
Ruborizábase pensando en las horas que pasaban, siendo niños, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de Cenicienta, la niña despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa. La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro.
El lado del S quedaba para construir el cabildo, pero nunca se hizo; y como los vientos los mas violentos reinan para esa parte, las arenas se han ido amontonando en medio del cuadro, de modo que las casas del lado opuesto están algo tapadas. Muy pocos son los vecinos que viven en la nueva poblacion: la mayor parte de las casas están abandonadas y algunas arruinadas.
Palabra del Dia
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