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Que ni siquiera es de «ellos» ya... porque los sinvergüenzas desaforaos, la dieron por un pellejo de vino en cuanto faltó el baldragazas que los engendró en una osa montuna. ¡Cascajo! mala centella los parta en dos por los riñones. Y al fin y al postre, ¿qué viene a importarle ya esa caída a don Marcelo? ¡Le toca tan poco del parentesco!...

Y no iba el parecer fuera de camino, porque eso resultó de tu respuesta, bien desentrañadas sus finezas y cortesías. Desde entonces fueron peras de a libra las cartas entre nosotros dos. corriendo la Ceca y la Meca, y yo firme y agarrado a estos peñascales como barda montuna.

Aquel cuerpo fornido e incansable; aquellas guedejas estoposas, aquel palo pinto, que en su diestra remedaba un venablo; aquel paraguas azul que, bajo su brazo izquierdo, podía tomarse por un haz de flechas envenenadas; aquella mandíbula saliente; aquel mirar poderoso e imperturbable; aquella faz montuna y atezada... ¡oh! escarbando un poco en todo aquello, no había duda, resultaba el cántabro primitivo.

Saturada también de estas máximas su hija, apenas comenzó a concurrir al entonado colegio en que quiso darle educación su madre, hubo que retirarla de él. Era ya la niña medio montuna por naturaleza, y con las predicaciones de Juana llegó a hacerse indomesticable.

Ya ves llegó a decirme mi tío , que aquí no se pasa el rato del todo mal, después de hecho el hombre a estas cosas tan diferentes de las de «allá». Y mejores se pasan todavía, como irás viendo, porque esta noche no hace regla: no es sazón de ello hoy por hoy, en que no aprieta el frío y está mucha de la maíz sin deshojar, y hay que deshojarla, porque lo primero es lo primero; pero déjate que corran días y empiece a empardecerse el cielo y a «rebombar» el pozón de Peña Sagra, ¡trastajo! y verás acudir gente a esta cocina, hasta haber noche de no caber en estos bancos, cada cual con su avío y con su tema... toda gente montuna, por de contado: puros jastialones.

El abad de Ulloa, al cual veía con más frecuencia, no le era simpático, por su desmedida afición al jarro y a la escopeta; y al abad de Ulloa, en cambio, le exasperaba Julián, a quien solía apodar mariquita; porque para el abad de Ulloa, la última de las degradaciones en que podía caer un hombre era beber agua, lavarse con jabón de olor y cortarse las uñas: tratándose de un sacerdote, el abad ponía estos delitos en parangón con la simonía. «Afeminaciones, afeminaciones», gruñía entre dientes, convencidísimo de que la virtud en el sacerdote, para ser de ley, ha de presentarse bronca, montuna y cerril; aparte de que un clérigo no pierde, ipso facto, los fueros de hombre, y el hombre debe oler a bravío desde una legua.