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No había nadie que la auxiliase. No había siquiera agua. Alzó la cabeza del joven, la puso sobre su regazo, le dió aire con su sombrero y le hizo oler un pomito con perfume que traía. Al cabo de pocos minutos abrió los ojos: no tardó en ponerse en pie. Estaba avergonzado de su flaqueza. Clementina se mostraba con él afectuosa y compasiva.

La Esfinge lo parecía ya de verdad; y cuando se llega a ese estado de petrificación y de dureza, se vive una eternidad, y no se cuenta por años, sino por siglos, como para los monumentos de los Faraones. Hablando del suceso largamente, llegó a decir la Esfinge: Otra nueva trapisonda tenemos. Basta con oler la carta para convencerse de ello. Todas esas mujeronas huelen a lo mismo.

Dice Cide Hamete, puntualísimo escudriñador de los átomos desta verdadera historia, que al tiempo que doña Rodríguez salió de su aposento para ir a la estancia de don Quijote, otra dueña que con ella dormía lo sintió, y que, como todas las dueñas son amigas de saber, entender y oler, se fue tras ella, con tanto silencio, que la buena Rodríguez no lo echó de ver; y, así como la dueña la vio entrar en la estancia de don Quijote, porque no faltase en ella la general costumbre que todas las dueñas tienen de ser chismosas, al momento lo fue a poner en pico a su señora la duquesa, de cómo doña Rodríguez quedaba en el aposento de don Quijote.

Allí se le darán a oler, en matizados ramilletes, de todas las flores del Generalife, y aun se la acercará a los labios fruta del peral y raudales de la fuente, para que tales aromas y tan regalados como sencillos manjares produzcan en la hermosa Sultana el mágico efecto que me figuro.

Recordaba sus menores palabras y se las repetía complacientemente, como nos gusta oler de vez en cuando la rosa que hemos arrancado al paso. Cuando le vio aparecer en el encuadramiento de las cortinas del salón, Camila Liénard dejó precipitadamente el bordado en que trabajaba; brillaron sus ojos y una rápida oleada de rubor coloreó sus mejillas. ¡Bienvenido, señor Delaberge! dijo.

¡A con eso! -dijo Sancho-. No toméis menos, sino que se me fuera a por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural, en esto de conocer vinos, que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor, y la dura, y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al vino atañederas?

Así debían oler las emperatrices, así debía ser el contacto de su epidermis. Estremecimientos misteriosos é incomprensibles atravesaban su cuerpo como ligeros vapores, como débiles burbujas del légamo que duerme en el fondo de toda infancia y se remonta á la superficie con las fermentaciones de la juventud. Su padre adivinaba una parte de esta vida imaginativa al ver sus juegos y lecturas.

Ana tuvo aquellas noches sueños horribles. Al amanecer, cuando la luz pálida y cobarde se arrastraba por el suelo, después de entrar laminada por los intersticios del balcón, despertaba sofocada por aquellas visiones, como náufrago que sale a la orilla.... Parecíale sentir todavía el roce de los fantasmas groseros y cínicos, cubiertos de peste; oler hediondas emanaciones de sus podredumbres, respirar en la atmósfera fría, casi viscosa, de los subterráneos en que el delirio la aprisionaba.

Daban ganas de hacerle oler algún fuerte alcaloide para que se despabilase y volviera en de su poético síncope. El tal sauce era irremplazable en una época en que aún no se hacía leña de los árboles del romanticismo. El suelo estaba sembrado de graciosas plantas y flores, que se erguían sobre tallos de diversos tamaños.

Y se decía: «¿Qué me importa ser aquí esclavo y oler a botica que apesto, si en otra parte soy dueño del más hermoso imperio, árbitro de la voluntad más digna de ser rendida, y me aguarda lecho de rosas y de aromas, que no si serán orientales, pero que enloquecen?».