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Al día siguiente la tempestad había cesado, y el sol resplandecía vivo y alegre en la sala de estudio, cuando Catalina de Corlear, que tenía su sitio junto a la ventana, llevose patéticamente la mano al corazón y se dejó caer sobre el hombro de su vecina Carolina, simulando un repentino desvanecimiento. Está aquí suspiró.

Allí estuvo tendida por largo tiempo en dulce y apacible beatitud. Un día, cansada Carolina de velar, se había dormido a su lado, y los delgados dedos de la señora de Ponce se posaban sobre su cabeza como en tierna bendición. A poco, llamó a Juan. ¿Quién ha venido hace poco? dijo en voz apenas perceptible. La señorita de Corlear dijo Juan, contestando a la mirada de sus hundidas pupilas.

Y Catalina castañeteó los dedos, frunció sus negras cejas, y echó miradas de indignación alrededor del dormitorio, como buscando algún cobarde en sus antepasados de Corlear. hablas así, porque te ha caído en gracia ese señor Príncipe dijo Carolina.

Y esto diciendo, se echó el capuchón hacia atrás, y Príncipe vio el negro cabello y los atrevidos ojos de Catalina de Corlear. No quiera usted inquirir más. Yo soy el médico, y he aquí mi receta. Y señaló a Carolina que temblorosa y sollozando se acurrucaba en un ángulo del aposento. ¡Debo tomarla inmediatamente! Pero, ¿es que su madre ha dado ya el permiso?

Impetra del santo cielo que te un corazón contrito y reconocido, y da gracias al Señor por haberte enviado una amiga como Catalina de Corlear. Con todo, después de esta imponente y dramática salida, rápida como un relámpago, asió la cabeza de Carolina, la besó entre las cejas y se retiró. El día siguiente fue muy triste para Juan Príncipe.

Pero en aquel momento estaba Carolina inestablemente sentada en el borde de su cama; semidesnuda, y con un gracioso mohín en sus bonitos labios, enroscaba entre los dedos sus largos rizos leonados, mientras que su compañera, Catalina de Corlear, dramáticamente embozada en un largo cubrecama blanco, con su altiva nariz latiendo de indignación y sus negros ojos chispeantes, dominaba sobre ella como un enojado duende.