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Unos bultos humanos, negros y agachados en los matorrales, le hicieron llevar la diestra a la culata de la escopeta para descolgarla del hombro. Eran carboneros que apilaban leña. Al pasar Febrer junto a ellos le miraron con ojos fijos, en los que creyó notar algo extraordinario, mezcla de asombro y curiosidad. ¡Bonas tardes tenguin!

Agachados, corriendo por cerca de la borda, nos fuimos acercando hasta saltar a la toldilla de popa, que cogía casi toda la mitad del barco. Estuvimos allí esperando hasta ver si éramos descubiertos. Yo estaba temblando de frío. Tome usted; frótese usted me dijo, en voz baja, Allen dándome un trozo de sebo. Comencé a frotarme con aquello, y él me embadurnó la espalda.

Aquí, como en todas partes donde la gente pobre tiene muchos más perros de los que puede mantener, las casas son todas las noches merodeadas por perros hambrientos, a que los peligros del oficio un tiro o una mala pedrada han dado verdadero proceder de fieras. Avanzan al paso, agachados, los músculos flojos. No se siente jamás su marcha.

Hay allí, haciendo antecámara, una cincuentena, agachados a lo largo de las paredes, arrebujados en sus albornoces. Aquella antecámara beduina, aunque está al aire libre, despide fuerte olor a piel humana.

Gentes de Villanueva u otros pueblos que solían cruzar nuestro camino le saludaban llamándole unas veces señor alcalde y otras señor Domingo; la fórmula cambiaba según el domicilio de los transeúntes, de conformidad con la clase de relación o el grado de dependencia. Buenos días, señor Domingo le decían a través del campo. Eran labriegos, gente de trabajo, agachados sobre los surcos.

El navío daba fondo en el patio, los brutos eran desenganchados, el mayoral bajaba de lo alto de su trono, y los viajeros, que aún se mantenían con la cabeza inclinada, y muy agachados, resabio de cuando atravesaron el portal, notaban al fin que no tenían el techo en la corona, se admiraban de verse con vida, y descendían también.

Pero transcurridas cuatro horas, un espectáculo extraordinario hizo salir a muchos de sus camarotes antes que de costumbre. Las señoras sudamericanas, vestidas de negro, con sombreros del mismo color y un velo ante los ojos, subían la escalinata de caoba con dirección a los salones, pasando entre los camareros agachados y en manga de camisa que fregoteaban peldaños y balaustres.

Obligados a permanecer en este encierro muchas horas, comían agachados y satisfacían otras necesidades. Muchas veces, al alejarse el santo «paso» tras larga detención, la muchedumbre reía viendo lo que quedaba al descubierto sobre el limpio adoquinado, residuos que obligaban a correr con espuertas a los dependientes municipales.