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Actualizado: 19 de julio de 2025
Escapádose habían familiar y alguacil del Santo Oficio, cuando los alcaldes y los alguaciles de la justicia ordinaria pusiéronse en persecución de los que más bien que huían se esquivaban, por excusarse el familiar de preguntas y de respuestas con los otros alcaldes, y el alguacil por seguir a su superior; que lo que el familiar anhelaba era que la calle quedase libre para entrarse en la casa de la indiana, y contemplar otra vez al sol resplandeciente de su hermosura; y como iban corriendo por la callejuela que daba la vuelta a la manzana donde estaba la casa de doña Guiomar, vieron que un bulto, que delante de ellos iba, saltaba y se agarraba a las asperezas de una tapia, y se alzaba y se estiraba, y por el caballete de la tapia desaparecía; y no deteniéndose por esto, siguieron familiar y alguacil su carrera, dieron la vuelta, hallándose al fin del rodeo en la misma calle de las Sierpes donde había pasado la pendencia, y vieron que en ella no había un alma viviente, ni se oía otro ruido que el del vientecillo de la noche, que zumbaba dulcemente en las encrucijadas.
Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes y rumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de la Naturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosas inanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce voz entrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció. ¡Ah, poeta!... ¡poeta! Y siguió tocando.
El grito gutural parecía adquirir poco a poco, al repetirse, los contornos y la significación de un lenguaje. Era irónico, burlón, insultante; echaba en cara su prudencia al forastero; parecía llamarle cobarde. En vano intentó no escuchar. Nublábase su vista, le pareció que la vela ya no daba luz; en los intervalos de silencio, la sangre zumbaba en sus oídos.
No, licenciado Sarmiento; vos sois el que os vais de mí... y me alegro. Guardéos Dios. Estaba ya dentro Quevedo y se cerró la puerta de la litera. Esta se puso en movimiento. Durante algún espacio, Quevedo oyó el ruido de las gentes que pasaban, y el viento que zumbaba en los aleros de las calles.
Aguardaba con los brazos cruzados a que cesase el rumor de colmena revuelta que zumbaba en el salón y los últimos fugitivos hubiesen traspuesto las puertas de salida. Por fin, comenzó a hablar ante la Cámara casi vacía, entre los siseos de los periodistas, que asomados a su tribuna como un gran racimo de cabezas, imponían silencio para no perder palabra. Era el patriarca de la Cámara.
Cuando ella le había dicho que en la adolescencia había tenido antojos místicos, y que después sus tías y todas las amigas de Vetusta le habían hecho despreciar aquella vanidad piadosa ¿qué había contestado el Magistral? Bien se acordaba; le zumbaba todavía en los oídos aquella voz dulce que salía en pedazos, como por tamiz, por los cuadradillos de la celosía del confesonario.
Potaje, con otros camaradas, tuvo que oponer en la puerta el obstáculo de su cuerpo, repartiendo empellones y golpes para que la multitud no asaltase la casa en seguimiento de la camilla. La calle quedó repleta de una muchedumbre que zumbaba comentando el suceso. Todos miraban la casa, con la ansiedad de adivinar algo al través de las paredes.
El huracan zumbaba sacudiendo las chimeneas y todo el arbolaje; la lluvia oscurecía el cielo; las olas venían como derrumbes á bañar todo el puente de cubierta; y el enorme buque, soltando fatigado sus negras bocanadas de humo, saltaba entre las concavidades de las ondas como un toro enfurecido por los golpes que en todas direcciones recibe.
Los lindos zapatos de la condesa, que se hundían en él como dos ratones, aparecían mojados cada vez que levantaba el pie. Dentro de aquella bóveda enana zumbaba una muchedumbre de insectos, que empezaban á sentirse inquietos por la marcha cada vez más precipitada del sol. Á veces se percibía un ruido leve y sordo entre las ramas, y veíase un pájaro salir de un árbol y posarse en otro cercano.
¿Hemos llegado? Estamos cerca. Fiant tenebræ dijo Quevedo cerrando la linterna. Ahora venid; venid tras de mí en silencio y veréis y oiréis. Zumbaba el viento, llovía, y el viento y la lluvia y la obscuridad de la noche protegían á los dos singulares expedicionarios. Marchaban entre un tejado y un almenar. De repente el bufón asió á Quevedo, y le volvió sobre su derecha.
Palabra del Dia
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