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Actualizado: 9 de junio de 2025


El ayudante de Marina del puerto, Alvaro Peña, joven de treinta años, moreno, con grandes ojos negros y bigotes a lo Víctor Manuel, se caracterizaba por un odio profundo, implacable, al estado eclesiástico y a todo el que lo representase, aunque fuese su mismo hermano.

Y volvió a caer sobre el sofá el pobre viejo, que volvía a sentir el mismo sueño soporífero que le había encogido el ánimo por la mañana. «El mundo sabe» había dicho don Víctor y estas palabras sugirieron a don Fermín otra mentira provechosa.

Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría al «secretario». Debía ver á mamá inmediatamente: él quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argensola se deslizaba como un ratero por la escalera de servicio del caserón de la avenida Víctor Hugo.

Su mirada de gratitud para lo existente acababa por acariciar el monumento del centro de la plaza, todo erizado de alas, como si fuese á desprenderse del suelo. ¡Víctor Hugo!... Le bastaba haber oído este nombre en boca de su hijo, para contemplar la estatua con un interés de familia. Lo único que sabía del poeta era que había muerto. De eso casi estaba segura.

Acogiéronle los venerables como a enviado del Gran Arquitecto, y presentáronle al punto a Víctor Manuel como el hombre a propósito para llevar a España documentos e instrucciones, e imprimir a la política de don Amadeo el rumbo deseado en Italia.

Pero Argensola poseía el medio de vencer á este personaje huraño. Le bastaba guiñar un ojo con expresiva invitación. «¿Vamos?» Y se instalaban los dos en un diván de Desnoyers ó en la cocina del estudio, frente á una botella procedente de la avenida Víctor Hugo. Los vinos preciosos de don Marcelo enternecían al ruso, haciéndolo más comunicativo.

Y no le pesaba, no... cien muertes, cien muertes para los infames». «¿Qué haría don Víctor? ¿De qué comedia antigua se acordaría para vengar su ultraje cumplidamente? ¿La mataría a ella primero? ¿Iría antes a buscarle a él?...».

Mesía, por disimular, pasó cinco días en Palomares, después se corrió a San Sebastián, y el día de Nuestra Señora de Agosto se presentó en La Costa, en un vapor de Bilbao, nuevo y reluciente. A don Víctor le gustaba mucho, por una temporada, la vida de fonda. Se había instalado en la más lujosa, de más movimiento y ruido, situada en el muelle.

¡Qué atrocidad!... ¡Programa! gritó don Víctor : al teatro dos veces a la semana por lo menos; a la tertulia de la Marquesa cada cinco o seis días, al Espolón todas las tardes que haga bueno; a las reuniones de confianza del Casino en cuanto se inauguren este año; a las meriendas de la Marquesa, a las excursiones de la high life vetustense, y a la catedral cuando predique don Fermín y repiquen gordo. ¡Ah! y por el verano a Palomares, a bañarse y a vestir batas anchas que dejen entrar el aire del mar hasta el cuerpo... ea, ya sabes tu vida.

A su vez, ponderaba la poltronería de don Víctor, un tumbón que registraba hasta la más pequeña hierba por no ir adelante y cansarse.

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