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Actualizado: 10 de junio de 2025


Aún podía ofrecer un testimonio más importante: el doctor Ojeda, que la había encontrado a la una y media, cuando él se retiraba a su camarote, acompañándola hasta las tres. ¿Cuándo iba a terminar de martirizarla este malvado?... La madre tomaba partido por el hijo, mirándola a ella con ojos iracundos. Era la vergüenza de la familia: los iba a matar a disgustos. «Papá... papá», imploraba Nélida.

Los dos amantes optaron por lo más práctico en aquellos instantes críticos y huyeron calle de Victoria arriba, prefiriendo la fuga a pasar por la vergüenza de ser descubiertos.

Consecuencias precisas de esta febril concomitancia con un personaje a quien adornado suponía de seductoras cualidades, fueron un desdén muy vivo hacia el pobre Miquis y una vergüenza de las escenas de aquel día.

El rubor no podía manifestarse en aquel rostro arrebolado por el llanto; pero su gesto, sus ojos, el tono de su voz, repelían con indignación y vergüenza la sospecha del príncipe. Siguió hablando en voz baja, apresuradamente, sin atreverse á mirarlo, como la penitente que desea terminar cuanto antes una confesión penosa.

Mientras abría el sobre con unas tijeras, deseaba casi encontrarme con una repulsa brutal y definitiva. Y leí. «Amigo mío: Mi resolución se ha afianzado, como usted deseaba. Espero qué vendrá hoy a ver a mi padre. Yolanda». ¡Ah, qué felicidad!... No es fácil concebir la dicha de un momento semejante. Pero, después... ¡qué vergüenza, qué vergüenza!

Desconozco el rubor y la vergüenza: son lujos que sólo pueden permitirse los felices... Cada vez que cometí una mala acción, me bastó para olvidarla hacer una visita al colegio de ricos donde se educa mi Feliciano gracias a los esfuerzos de su padre, tan nobles y tan heroicos como los de cualquier duque antiguo que salía lanza en mano a robar en las encrucijadas.

Y, para confirmación desta verdad, te quiero decir una estancia que hizo el famoso poeta Luis Tansilo, en el fin de su primera parte de Las lágrimas de San Pedro, que dice así: Crece el dolor y crece la vergüenza en Pedro, cuando el día se ha mostrado; y, aunque allí no ve a nadie, se avergüenza de mesmo, por ver que había pecado: que a un magnánimo pecho a haber vergüenza no sólo ha de moverle el ser mirado; que de se avergüenza cuando yerra, si bien otro no vee que cielo y tierra.

Al fin había huido por no afrentar de cerca a su familia, y si vivía en el pecado, era entre hombres de cierto linaje, siempre con personas decentes, como si influyesen en ella los respetos al rango de su familia. Pero quedaba la otra, la mayor, la casada, y ésta quería acabar con todos los parientes matándolos de vergüenza. Su vida conyugal, después de la fuga de Mercedes, fue un infierno.

En algunas viñas, los dueños, impulsados por el miedo de perder la vendimia, «pasaban por todo», pero acariciando en la rencorosa mente la esperanza de la represalia así que sus racimos estuvieran en el lagar. Otros, más ricos, «tenían vergüenza», según declaraban con caballeresca arrogancia, negándose a todo arreglo con los rebeldes. Don Pablo Dupont era el más fogoso de ellos.

Dice que sin ella y con la barba blanca que antes traía aparento tantos años que le da vergüenza ir conmigo por la calle...¡Como si a pesar de estos adimentos ridículos no se conociese que paso de los ochenta!... Yo bien comprendo que a ella le avergüenza estar casada con un ochentón, y usted mismo se habrá dicho al vernos: «¡Vaya un matrimonio estrafalario!... ¿Cómo se le habrá ocurrido a este viejo decrépito casarse con una joven tan linda?...» Nada; no me diga usted nada; quien dice usted, dice todos los demás que nos conocen.

Palabra del Dia

deshice

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