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Actualizado: 8 de julio de 2025
Me dijo que el Rey iba reponiéndose, que había visto a la Princesa y conferenciado largamente con Sarto y Tarlein. El General había regresado a Estrelsau, Miguel el Negro yacía en su ataúd y junto a él velaba Antonieta de Maubán. Desde mi retiro había oído el fúnebre canto y las preces de los religiosos. Fuera circulaban extraños rumores.
Delante de los ojos la tenía, tendida en el suelo, inmóvil, helada, con esa monstruosa mancha de sangre en la pálida sien, y una ansia mortal lo sofocaba, porque quería creer que la muerte no la había destruido enteramente; quería creer que su alma milagrosa vivía aún, velaba sobre él, le repetía sus palabras de fe y perdón; pero no podía, porque si la voz suave que todavía le hablaba al oído le persuadía de que sí, la ultrahumana vida de aquella alma no bastaba a consolar su existencia: sus ojos mortales tenían necesidad de ver; sus oídos mortales tenían necesidad de oír, sus manos necesitaban estrechar aquellas otras manos, tocar el ruedo de aquella falda, ¡y esa necesidad iba a quedar satisfecha para siempre! ¿Perdonar a los asesinos? ¡Su deber era vengarla!
No las llevaba siempre puestas, colocándoselas tan sólo en su despacho, o en casa de sus clientes, cuando tenía que leer alguna escritura. No es necesario decir que los lunes, miércoles y viernes, al entrar en el templo de la danza, tenía muy buen cuidado de desenmascarar sus bellos ojos. Ningún cristal bicóncavo velaba en semejantes ocasiones, el brillo encantador de sus pupilas.
Para no ser oídos, lo mejor es ser callados. Aquí dijo con acento imperceptible el bufón, señalando otra puerta y en ella otros dos agujeros. El bufón no se había engañado: el duque de Lerma velaba en la cámara real; pero no estaba solo.
Se sentó, sin encender luz, y se puso á llorar desesperadamente, lanzando desgarradores sollozos. Aquella noche miss Harvey llegó á su palco, contra toda costumbre, al tiempo de levantarse el telón. Capuleto estaba presentando su hija á los señores reunidos en su palacio. Julieta sonreía, pero una gran tristeza velaba la gracia de su semblante.
Sus mejillas se sonroseaban, aunque le velaba frente y sienes esa ligera nube oscura conocida por paño. Su pelo negro parecía más brillante y copioso; sus ojos, menos vagos y más húmedos; su boca, más fresca y roja. Su voz se había timbrado con notas graves.
Don Víctor levantó entonces los ojos y pudo apreciar que eran, en efecto, encantos los que no velaba bien aquella chica. Se cerró la puerta del cuarto de Petra y don Víctor emprendió de nuevo su majestuosa marcha por los pasillos. Pero antes de entrar en su cuarto se dijo: «Ea; ya que estoy levantando voy a dar un vistazo a mi gente».
Mejor era contemplarla en clara noche de luna, resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca que dormía a sus pies.
Cuando la Luna salió tras los altos abetos alumbrando los tristes grupos de sitiados, Hullin era el único que velaba, presa de los ardores de la fiebre.
Reinaba en él una media luz prudentísima, un prematuro crepúsculo que velaba con paternal indulgencia entre sus sombras misteriosas los grandes deterioros del decorado, incapaces de resistir con honra la descarada luz de las tres de la tarde.
Palabra del Dia
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