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Actualizado: 25 de julio de 2025


Era una prueba, no sabía de qué, pero adivinaba que sin saber ella cómo ni cuándo, aquella prenda podía llegar a valer mucho. «¿Y qué probaba aquel guante respecto a la santidad de la señora? Que era una hipócrita. ¡Si no fuera por el Magistral!». Los Vegallana y sus amigos estaban asustados.

Comprendió que todos habían interpretado lo mismo que él aquellas «ocupaciones». Eran ¡ay! cita de amor. «¡Tal vez con la Regentapensó el de Pernueces; y se prometió espiarlos. Don Álvaro Mesía, Paco Vegallana y Joaquín Orgaz salieron juntos. El Marquesito comprendió que a don Álvaro le estorbaba Orgaz. Oye, Joaquín, ahora que me acuerdo ¿no sabes lo que pasa? dirás.

Estas medias tintas de la moralidad le parecían entonces a ella las más conformes a la flaca naturaleza humana. «¿Por qué he de creerme más fuerte de lo que soy?». También volvió a frecuentar la casa de Vegallana.

Aquella noche en la tertulia se hablaba en primer término del paseo de Vegallana. ¿A dónde bueno, Marqués? le preguntaba un amigo que le encontraba en el campo. A Cardona por la Carbayeda... mil ciento uno... mil ciento dos... tres... cuatro... y seguía marcando el paso, apoyándose en un palo con nudos y ahumado, como el de los aldeanos de la tierra.

Pero salía por un ojo de la cara el guisar como el Europeo, según doña Águeda. Cuando se trataba de una gran comida o merienda de la aristocracia, ella dirigía las operaciones en la cocina del marqués de Vegallana y entonces recurría al Europeo. En su casa había muy poco dinero y allí se contentaba con las recetas que heredara de sus mayores.

Poco a poco la broma se convirtió en costumbre y merced a ella la ciudad solitaria, triste de día, se animaba al comenzar la noche, con una alegría exaltada, que parecía una excitación nerviosa de toda la «pobretería», como decían los tertulios de Vegallana.

Son imitaciones de Lamartine en estilo pseudoclásico; no me gustan, aunque demuestran gran habilidad en Anita. Además, las mujeres deben ocuparse en más dulces tareas; las musas no escriben, inspiran. La marquesa de Vegallana, que leía libros escandalosos con singular deleite, condenó los versos por mojigatos. «Que no se le mezclase a ella lo humano con lo divino.

En tales ocasiones solía encontrarse con que aquellos platos de segunda mesa se los comía Paco Vegallana, el Marquesito. Todo esto sabía Trabuco, pero no lo decía a nadie. Negaba las conquistas de Mesía.

Paco era de mediana estatura y cogido del brazo de su amigo parecía bajo, porque Mesía era más alto que el buen mozo de Pernueces. ¿A dónde vamos? preguntó Vegallana, queriendo provocar así la confidencia que esperaba. Don Álvaro se encogió de hombros. Puede ser que esté ella en mi casa. ¿Quién? Anita. ¡Bah! Don Álvaro sonrió, mirando con cariño paternal a Paco.

La marquesa de Vegallana, todavía de azul eléctrico, se levantó de su silla de raso carmesí con respaldo de nogal, y abrazó sin que pareciera mal, a su querida Anita. Hija, gracias a Dios, creía que era el desaire ciento uno. La Marquesa también había puesto empeño en que Ana asistiera al baile y a la cena, «que tendría la élite en petit comité». Todos estos galicismos los había importado Mesía.

Palabra del Dia

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