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Actualizado: 25 de julio de 2025


La Marquesa de Vegallana se levantaba más tarde si llovía más; en su lecho blindado contra los más recios ataques del frío, disfrutaba deleites que ella no sabía explicar, leyendo, bien arropada, novelas de viajes al polo, de cazas de osos, y otras que tenían su acción en Rusia o en la Alemania del Norte por lo menos.

La estancia estaba casi a obscuras; por los grandes balcones no se dejaba pasar más que un rayo de luz; se hablaba poco, se suspiraba y se oía el aleteo de los abanicos. ¡Cuánto mejor hubiese sido que se hubiera vuelto loco! exclamó el marqués de Vegallana, jefe del partido conservador de Vetusta.

¿Y quién se casa con una literata? decía Vegallana sin mala intención . A no me gustaría que mi mujer tuviese más talento que yo. La marquesa se encogía de hombros. Creía firmemente que su marido era un idiota. «¡A qué llamarán talento los maridospensaba satisfecha de lo pasado. Yo no quiero que mi mujer se ponga los pantalones añadía el afeminado baroncito.

Más bien que la de Milo la de Médicis rectificaba el joven y ya sabio Saturnino Bermúdez, que sabía lo que quería decir, o poco menos. ¡Es un Fidias! exclamaba el marqués de Vegallana, que había viajado y recordaba que se decía: «un Zurbarán», «un Murillo», etc., etc., tratándose de cuadros. Y Bermúdez se atrevía a rectificar también: En mi opinión más parece de Praxíteles.

Y sin que renunciara a consagrar el resto del día al idealismo, en buen hora despertado por las relaciones de su amigo, consintió el Marquesito en pasar a la cocina de su casa, al oler lo que guisaban aquellas señoras. En la cocina de los Vegallana se reflejaba su positiva grandeza.

La casa de Paco era un terreno neutral; el lugar más a propósito para comenzar en regla un asedio y esperar los acontecimientos. Don Álvaro lo sabía por larga experiencia. En casa de Vegallana había ganado sus más heroicas victorias de amor. Su orgullo le aconsejaba que no hiciera en favor de Ana Ozores una excepción que a todo Vetusta le parecería indispensable.

Visita se había separado en la plaza de la Catedral para ir al asunto de la Libre Hermandad. En casa de Vegallana se volverían a ver. La Marquesa había escrito muy temprano a los Quintanar convidándoles a comer y anunciándoles el programa del día. Ana disputó con su marido; quería ir a reconciliar, se lo había dicho así en una carta al Provisor, no era cosa de traerle y llevarle. «¡Nada, nada!

Se rindió. ¡El hijo de Vegallana, del primer aristócrata, venía a suplicarle que volviera al Casino! Oh, aquello era demasiado. No pudo sostener la fortaleza de su resolución. Después de todo dijo en el mero hecho de haberse restablecido la legislación que yo invocaba... ya puedo pisar sin desdoro aquel pavimento.... Pues claro que puede usted pisar.

Pocas veces se permitía Ana manifestar deseos, gustos o repugnancias, y menos estas, tratándose de los gustos y predilecciones de sus tías; pero una noche no pudo menos de expresar su opinión al volver sola de la tertulia íntima de Vegallana. ¿Te has divertido mucho? preguntó doña Anuncia, que se había quedado en el comedor, junto a la gran chimenea, leyendo el folletín de Las Novedades.

Obdulia Fandiño, en pie, oía la misa apoyando su devocionario en la espalda de Pedro, el cocinero de Vegallana, y en la nuca sentía la viuda el aliento de Pepe Ronzal, que no podía, ni tal vez quería, impedir que los de atrás empujasen.

Palabra del Dia

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