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Actualizado: 25 de julio de 2025


En una fonda de la calle del Arenal tuve ocasión de conocer bien a esa Obdulia, a quien antes apenas saludaba aquí, a pesar de que éramos contertulios en casa del Marqués de Vegallana. Ahora somos grandes amigos. Es epicurista. No cree en el sexto. Hubo una carcajada general.

Y además, no creía en la mujer fuerte. ¡Señor, si hasta la Biblia lo dice! ¿Mujer fuerte? ¿Quién la hallará?». Si hubiese conocido Paco Vegallana estos pensamientos de su amigo, que probaban la falsedad de su amor, le hubiera negado su eficaz auxilio en la conquista de la Regenta. Sólo el amor fuerte, invencible, podía disculparlo todo. A lo menos así lo decía la moral de Paco.

Vegallana tenía una gran pasión: la de «tragarse leguas», o sea dar paseos de muchos kilómetros. Le aburrían las intrigas de politiquilla. Era cacique honorario; el cacique en funciones, su mano derecha, Mesía. Don Álvaro era al Marqués en política lo que a Paquito en amores, su Mentor, su Ninfa Egeria.

Intimar con los Vegallana era intimar con don Víctor y su esposa, ya lo sabía él; siempre estaban juntos unos y otros, en el teatro, en paseo, en todas partes, y la Regenta comía en casa del Marqués muy a menudo. De modo que, para verla, allí mucho mejor que en la catedral.

Prefería seguir preparándose para ser un buen esposo. Después de Mesía, pocos seductores había tan afortunados como el Marquesito. La vanidad solía ayudarle en sus conquistas; no pocas mujeres se rendían al futuro marqués de Vegallana; pero otras veces, y esto era lo que él prefería, vencían sus ojos azules, suaves y amorosos, su manera de entender los placeres.

El marqués de Vegallana, a quien sus viajes daban fama de instruido, declaró que los versos eran libres. Doña Anuncia se volvía loca de ira. ¿Con que indecentes, libres? ¡Quién lo dijera! La bailarina.... No, Anuncita, no te alteres. Libres quiere decir blancos, que no tienen consonantes; cosas que no entiendes. Por lo demás, los versos no son malos. Pero más vale que no los escriba.

La Marquesa de Vegallana y su tertulia, más la del barón de la Barcaza y Pepe Ronzal cenaron en el gabinete de lectura. Todo fue cosa de Trabuco. Convídesele, había dicho Mesía y la vanidad satisfecha le inspirará maravillas.

Ella, sin embargo, negaba a cada uno de sus amantes todas sus relaciones anteriores, menos las de Mesía. Eran su orgullo. Aquel hombre la había fascinado, ¿para qué negarlo? Pero sólo él. Era viuda y jamás recordaba al difunto; parecía la viuda de Alvarito; «¡era su único pasado!». Aquella tarde estaban guapas las dos; era preciso confesarlo. Por lo menos Paco Vegallana lo confesaba ingenuamente.

Paco Vegallana había hecho beber al ateo, sin que este lo sintiera, más de lo que la justicia manda. No estaba borracho, pero se sentía mal y a su pesar encontraba cierto deleite en oír aquellas escenas escandalosas que en otra ocasión le hubieran indignado.

Una mano de Mesía tembló ligeramente sobre el hombro de Vegallana. El Marquesito lo sintió, y vio en el rostro de su amigo grandes esfuerzos por ocultar alegría. Los ojos fríos del dandy se animaron. Chupó el cigarro y arrojó el humo para ocultar con él la expresión de sus emociones. Anduvieron algunos pasos en silencio. ¿Qué has visto ... en ella? ¡Hola, hola! Parece que pica.

Palabra del Dia

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