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, pero por especial merced, pues en virtud de pedírselo yo en tu nombre va a sacrificar a uno de sus adoradores, me parece que a mi amigo Felipe Auvray, y tengo el número cinco. ¡El número cinco! dijo Magdalena. Y después de meditar un momento, añadió: ¡Así, bailarás un vals! Puede ser contestó Amaury en tono indiferente.

Luego, al concluir, un vals brillante de Strauss, para recordar sin duda algún momento pasado, cuando, los cuerpos unidos y los brazos entrelazados en el rápido girar, el labio derramó al oído la primera palabra del poema que la música está interpretando... Al principio, la casa duerme; cuando empieza la segunda pieza, un postigo se entreabre de una manera casi invisible en el balcón desierto, y un rayo imperceptible de luz, brotando de la oscura fachada, anuncia discretamente que hay un oído atento y un pecho agitado.

Madama Norton acababa de instalarse en el piano para hacer bailar un poco a los jóvenes. Pablo de Lavardens se acercó a miss Percival. ¿Queréis hacerme el honor, señorita? ¡Ah! Creo haber prometido este vals al señor Juan. En fin, ¿si no es con él... será conmigo? Convenido. Bettina se dirigió hacia Juan que se había sentado cerca de madama Scott. Acabo de echar una gran mentira.

Antonia contestó en el acto: Me siento tan cansada que si Magdalena quisiera sustituirme, yo muy a gusto descansaría un ratito. Brilló un rayo de alegría en la febril mirada de Magdalena, y como a la sazón se oyesen las primeras notas del vals, alzose de su asiento y asiendo con su mano nerviosa la de Amaury lo arrastró al centro del salón, en donde abundaban ya las parejas.

Semejante impulso era tan insólito en él que se imaginó propenso a un ataque de locura. Empezaron los acordes de otro vals. Adriana y Castilla entre las parejas apiñadas, buscaban sitio para bailar. Muñoz vio de pronto, claramente, que Castilla acariciaba la mano que Adriana había apoyado un instante en su brazo.

Después se cantaron otros muchos zortzicos y luego vino un muchacho con un acordeón, que trenzaba, sin parar, la música más heterogénea; un vals se convertía en una habanera, y ésta aparecía al final con las notas de La Marsellesa o de un himno cualquiera.

Gonzalo, en el medio del salón, mostrábase también alegre, departiendo cuándo con una, cuándo con otra dama. Había bailado con su cuñada un rigodón, y una polka y un vals con dos amigas de su esposa. Sudaba copiosamente. No cesaba de limpiarse la frente con el pañuelo. Su gran figura de coloso, descollaba como una torre por encima de todas las cabezas.

Aquel vals, que a primera vista parecía escrito para un baile de criadas, era una pieza sublime: la obra tal vez de un gran genio desconocido. El joven no vacilaba en sus afirmaciones; aquello era tan magnífico como la Novena sinfonía. Alza, Feli: vamos a darnos dos vueltecitas. A ver cómo meneas ese cuerpecito gitano. Ninguno de los dos sabía bailar.

Pasó un año, y emperador, corte y país conocían como cosa de mismos cada gorjeo y vuelta del «pájaro continental»; y como que lo podían entender, lo declaraban magnífico ruiseñor. Cantaban su vals los cortesanos todos. Y los chicuelos de la calle. Y el emperador lo cantaba también, y lo bailaba, cuando estaba solo con su vino de arroz.

Al terminar el baile que hacía el número cuatro, es decir, el anterior al vals que tenía comprometido con Amaury, Antonia fue a sentarse al lado de su prima para hacerle compañía hasta que la orquesta preludiase los primeros compases de la próxima danza.