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Actualizado: 8 de junio de 2025


La poesía ingenua del lieder pasaba por la boca de Mina con la dulzura del arroyo humilde, que parece temblar, medroso de que sus murmullos sean demasiado altos y sus estremecimientos despierten la inmóvil vegetación que lo encubre.

El metálico estrépito hacía temblar aquel edificio, cuyos rincones parecían repletos de silencio, y conmovía la calle, por la que sólo de tarde en tarde pasaba un carruaje.

Señorita Sol, ¿qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿Por qué no sales a recibirme? ¿para castigarme porque por verte hoy he andado veintidós leguas en mula? A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente, y como crecer los ojos. Su mano se sacudía entre las de Juan, que la miraba con asombro. Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada arreglaba las flores de un vaso.

«¡Bastante tenía él sobre su alma con el entierro civil de Barinaga y la consiguiente ojeriza que gran parte del pueblo había tomado al señor Magistral!». «No, no quería más luchas religiosas. Ya iba siendo viejo para tamañas empresas. Mejor era callar, vivir en paz con todos». La muerte de Barinaga le hacía temblar al recordarla. «¡Morir como un perro! ¡Y yo que tengo mujer y cuatro hijas!».

¡Brava ocasión para chanzas! dijo el señor de Morel, con mirada tal que hizo temblar al escudero. Además, no se dirá que un servidor mío ha hecho burla de un noble en mi presencia sin el debido correctivo. Después de todo, continuó reprimiendo con trabajo una sonrisa, demasiado que ha sido esa una chanza de muchacho, sin intención aviesa.

Recordando Ferpierre el relato del juez de paz, según el cual el Príncipe, a la llegada de Julia Pico, se había turbado, poniéndose otra vez a temblar nerviosamente y a respirar con ansia, pensaba que tal vez Alejo Zakunine hubiese visto en la mujer una acusadora, y que de allí proviniera su turbación.

Me persuadí de que aquello me serviría para aminorar otro tanto la curiosa sumisión a que había estado sujeto, y aquel leve tinte de corrupción difundido en todos mis sentimientos perfectamente cándidos antes, me prestó un algo semejante a la desvergüenza, mejor dicho, la suficiente bravura para correr al encuentro de Magdalena sin temblar demasiado. Llegó ella a fines de julio.

Los huesos de la muerta habían debido temblar cuando la compasiva mano colocaba la blanca ofrenda. Y él, temblando también, lloraba de gozo secreto, de gratitud desbordante, de tímida esperanza. Así, él vivía en la memoria, en el corazón de aquel ser adorado.

¡Oooooh! ¡Uuuuh! rugieron los alegres compadres. ¡No hay que asustarse, señores! Fué en la mano solamente. Pero, así y todo, cuando se lo di, faltó poco para desmayarme. No qué influencia misteriosa ejerce sobre esa mujer, que el contacto de un dedo suyo me hace temblar.

Figurémonos que tal poeta se echa a temblar si ve una espada desnuda y hasta se asusta de un ratón; y todavía, si describe y representa con hondo sentir y con verdadera expresión al mártir o al héroe, hemos de creerle capaz de heroicidad y de martirio.

Palabra del Dia

irrascible

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