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Actualizado: 3 de junio de 2025


Vería en el local a algún ministro más o menos solemne, oiría leer cartas y telegramas de adhesión, escucharía discursos llenos de lugares comunes y todo me parecería que se deslizaba en una armonía perfecta y que era completamente natural. Pero Julio Antonio no ha hecho una obra cualquiera.

El bombardeo de París acabó de desorientarle en sus apreciaciones de estratega. «¡Mentira!», dijo trente al tablón de los telegramas, al leer que los primeros proyectiles habían caído sobre París. No era posible: lo afirmaba él, que estaba bien enterado del alcance de la artillería moderna.

Los dos clientes se encogen de hombros y se marchan a ver los telegramas expuestos. En la primera alza las vendemos dice Jacinto. Y el alza vendrá en pocos días contesta Quilito convencido; ¡ya lo verás! Las ideas de pérdida y de insolvencia que, a pesar suyo, se entrechocan en su cerebro, les produce desagradable comezón. Si pierdo piensa Jacinto, pagará el viejo.

La esposa del Nacional, que tenía una taberna en el mismo barrio, acogía a la señora del maestro con tranquilidad, extrañándose de sus miedos. Ella estaba habituada a tal existencia. Su marido debía estar bueno, ya que no enviaba noticias. Los telegramas cuestan caros, y un banderillero gana poco. Cuando los vendedores de papeles no voceaban una desgracia, era que nada había ocurrido.

Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegramas y súplicas, prolongaba la vida del sentenciado. El indulto produjo en la cárcel un estrépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiera recibido la orden de libertad.

Llegaban a la caída de la tarde telegramas de todos los lugares de la Península donde se había celebrado corrida, y los socios, luego de escuchar su lectura con religiosa gravedad, discutían, levantando suposiciones sobre el laconismo telegráfico.

A las veinticuatro horas todos fingían haber recibido telegramas llamándoles con urgencia á París, y el mismo dueño, pasados unos meses, dejó su casa al cuidado de un conserje para que la enseñase como un museo. Miguel amaba la arquitectura presente, cuyas catedrales son las «galerías de máquinas» y las grandes estaciones de ferrocarril.

Una mañana, los diarios de Madrid anunciaron en sus telegramas de París que se había publicado la traducción de LA BARRACA, novela del diputado republicano Blasco Ibáñez, con un éxito editorial enorme, y los primeros críticos de Francia hablaban de ella con elogio.

Pero otras preocupaciones más importantes atormentaron al coronel. Se había iniciado la temida ofensiva. Los telegramas de la guerra eran lacónicos y tristes. Retrocedían los aliados ante el avance alemán. Sus líneas no se rompían, pero vacilaban, se encorvaban bajo los abrumadores golpes del enemigo. Todos los días se perdían docenas de pueblos y grandes espacios de terreno.

El también quiso ir, para confundirse con aquel público que se ocupaba al mismo tiempo de los incidentes de la guerra y de los azares del juego. En el atrio marchó hacia los grupos de lectores agolpados ante los últimos telegramas. La gente tenía por buenas las noticias, ya que no eran extremadamente malas, como en los días anteriores.

Palabra del Dia

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