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El bombardeo de París acabó de desorientarle en sus apreciaciones de estratega. «¡Mentira!», dijo trente al tablón de los telegramas, al leer que los primeros proyectiles habían caído sobre París. No era posible: lo afirmaba él, que estaba bien enterado del alcance de la artillería moderna.

Flimnap continuaba dejando correr el chorro de su oratoria didáctica. Explicaba en estos momentos los diversos y brillantes períodos de la literatura nacional, aproximándose con la lentitud de un estratega prudente á la conclusión de que todo lo que habían producido varias generaciones de escritores era simplemente para preparar el advenimiento de Momaren.

Y el general, que se las echaba de ingenioso, contestó, levantando los hombros: Déjelos. No es necesario que hagan más. La artillería sólo sirve para asustar pendejos. Después de estas batallas, cuando quedábamos vencedores por haber podido hacer fuego media hora más que los otros, venían los comentarios y las explicaciones del triunfo. Aquí entraba yo como estratega.

Prometía el triunfo con la certidumbre de un gran estratega capaz de derrotar á los enemigos cuando se lo propusiese; hacía llorar á su público con una sugestión irresistible, pero él era el primero en verter lágrimas, conmovido por su propia elocuencia al describir la injusta agresión que sufría la patria. Esta vida imaginativa y elocuente duró sólo unas semanas.

Los aliados habían detenido el avance del enemigo, inmovilizándolo sobre el terreno que acababa de conquistar. Seguía el bombardeo de París por los cañones de gran alcance... Y nada más. Un hombre hacía comentarios en alta voz. Era Toledo, que, como todas las tardes, daba su conferencia de estratega ante un semicírculo de admiradores.