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La adversidad había esperado para llagarle el corazón los años de senectud; y, a la par de los abrumadores quebrantos, el mismo mundo material cobraba una vida hostil en torno suyo.

Pero otras preocupaciones más importantes atormentaron al coronel. Se había iniciado la temida ofensiva. Los telegramas de la guerra eran lacónicos y tristes. Retrocedían los aliados ante el avance alemán. Sus líneas no se rompían, pero vacilaban, se encorvaban bajo los abrumadores golpes del enemigo. Todos los días se perdían docenas de pueblos y grandes espacios de terreno.

Cuando le hice presente a aquélla mis quejas y le expuse amargamente los abrumadores trabajos que D. Oscar me imponía, exclamó riendo: ¿Te habías figurado, hijo, que el conquistar esta plaza no había de costar ninguna pena? Si fuese en otro tiempo, estarías a estas horas en un calabozo de la Inquisición por haberte atrevido a galantear a una monja.

Yo te lo voy a enseñar bien a usted, patrón le decía. Tiene tiempo respondía Cooper. Pero en esos días abrumadores la visita de Fragoso avivando el recuerdo de aquello Cooper le entregó su perro a fin de que le enseñara a correr. Corrió, sin duda, mucho más de lo que hubiera deseado el mismo Cooper.

Doña Ana Ozores tiene horror al vacío, cosa muy lógica, pues en cada ser se cumplen las eternas leyes de Naturaleza, y este vacío que siente crecer en su alma la lleva a un estado espiritual de inmenso peligro, manifestándose en ella una lucha tenebrosa con los obstáculos que le ofrecen los hechos sociales, consumados ya, abrumadores como una ley fatal.

Tenía cara de buena persona, con sus ojos claros y su barba canosa y puntiaguda. Casi le inspiró una tierna compasión por sus abrumadores deberes de padre. Mientras tanto, la voz de la doctora cantaba las glorias de su pariente. ¡Un héroe!... Nuestro gracioso kaiser le ha dado la Cruz de Hierro. Varias capitales lo han hecho ciudadano honorífico... ¡Dios castiga á Inglaterra!

Por otra parte, había tenido que luchar en los comienzos de su carrera con abrumadores pesares. Una ligereza de juventud lo impulsó en sus veintidós años a contraer matrimonio con la hermana de uno de sus compañeros de taller: era ésta una muchacha bonitilla que parecía arrancada de un cuadro de Creuze, y como la madre de nuestro pintor, obrera en flores.

El había pecado, lo reconocía e imploraba su perdón; había purgado su falta con ocho años monótonos, abrumadores como una noche sofocante y sin fin: pero ya que volvían a encontrarse, aún era tiempo, Leonora, aún podía hacer retoñar la primavera de su vida, obligar al amor a que volviese sobre sus pasos, a que pasase de nuevo, tendiéndoles sus dulces manos.