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Actualizado: 16 de septiembre de 2025
De pronto se detuvo y exclamó: Verdaderamente, el mejor tabaco para la pipa es este tabaco turco. Tiene un aroma muy delicado. ¡Sindulfo, por Dios, que son hojas de chopo! ¿No recuerda que las hemos cogido cerca del caño gordo? Usted está soñando, amigo mío. Esto que fumamos es tabaco turco. Compré yo diez kilos en Constantinopla hace dos meses.
Al hablar usaba D. Casimiro de cierta solemnidad y pausa muy entonada; pero su voz era ronca y desapacible, asegurándose provenir esto en parte de que no le desagradaba el aguardiente, y más aún de que en su casa y despojado de las galas de novio ó de pretendiente amoroso, fumaba mucho tabaco negro.
Al hacer mi entrada en el hotel, los habituales huéspedes de la casa salían de un profundo comedor y se esforzaban en quitarse por la aplicación del tabaco en varias formas, el sabor detestable de la cena recién ingerida.
El Emperador, después de llenarse las narices de tabaco, sale a media noche a recorrer el campo y observar los movimientos del enemigo. ¿Veis?; por allí va. ¿No se oyen las pisadas de su caballo y los gritos de entusiasmo con que le saludan los soldados? ¿No se ve el resplandor de las hogueras que encienden a su paso? ¿Pero ustedes no ven todo esto? ¡Bah!
Este no jugaba nunca, pero ¡sabía tanto, á pesar de que muchos le tenían por loco!... Treinta años antes había salido un día de su casa en París, diciendo que iba á comprar tabaco, y aún no estaba de vuelta. Su mujer había muerto sin verle, y sus hijos, con un sinnúmero de nietos nacidos y crecidos durante su ausencia, deseaban que nunca acabase de hacer su compra.
¡Demonio de contrariedad! dijo el diplomático, sacando su caja de tabaco y ofreciendo un polvo al ayo, después de tomarlo él . Lo siento... A nuestra edad nos gusta tener quien nos suceda y herede nuestras glorias para desparramar su luz por los venideros siglos. Vea usted la razón por qué me apresuré a reconocer a mi querida hija... ¡Ah!, Sr.
Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las piernas; unos desaparecían por aquí; otros se iban por allá; fue aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento, como si lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torresalinas, filtrándose en todas las casas.
Tras el puñado de tabaco y la caricia subsiguiente, que era un coquetazo que nos hacía ver las estrellas, venía la convidada en el café de La Marina, que ya no existe, ni tampoco la casa en que se hallaba en la calle del Arcillero.
Las operarias alzaban los brazos ejecutando la desesperada pantomima popular, llevándose ambas manos a la cabeza, a la frente, al pecho, señalando con enérgicos ademanes el tabaco averiado e inútil, de imposible elaboración.
Era fumador, como creo ya haberos dicho. Desde el primer día del viaje se redujo a fumar dos cigarros por día; uno por la mañana, antes de partir, y el otro por la noche, antes de acostarse. Pero una mañana la enferma le dijo: ¿No ha fumado usted? Me parece sentir el olor del tabaco. Don Diego dejó sus cigarros en la primera posada y no volvió a fumar.
Palabra del Dia
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