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Actualizado: 25 de julio de 2025


La esposa callaba, sospechando que su marido no tenía la cabeza buena, y que sería peor llevarle la contraria. Desde entonces pudo observar que por las mañanas se repetía en Maxi la misma excitación, y la terquedad de que todas las personas de la familia se confabulaban contra él para atormentarle.

Así que, sospechando que pérfidamente se lo habían trocado en el chiquero, cambiaron repentinamente el color fresco y sonrosado de sus mejillas por un blanco mate nada vistoso. Y por un movimiento simultáneo, que probaba la unidad de sus convicciones, se pegaron todos a la barrera y colocaron el pie en el estribo, preparados a cualquier evento. El novillo se disparó contra uno de ellos.

A todo esto, Rosa se había acercado, sospechando de lo que se trataba, y con voz anhelante y temblorosa comenzó a decirle: Escóndase, D. Andrés, escóndase... ¡Por la Virgen Santísima se esconda!... Detrás vinieron algunos paisanos y, enterados del caso, le rogaron lo mismo.

Y en efecto, la querida de Salabert les había echado una mirada penetrante sospechando lo que hablaban, y arrugó el entrecejo: "¡Anda, anda! ¡A buena parte iban con recaditos! ¡Como la picasen un poco era capaz de agarrar por el moño a aquella pánfila y batirla contra la pared!" La Socorro era una rubia linfática, de tez nacarada y ojos claros, un poco romántica y un mucho susceptible.

Poco antes que llegasen á las faldas del monte Tauro, que divide la Provincia de Cicilia de Armenia la menor, hicieron alto, y trataron de que primero se reconociesen las entradas y pasos peligrosos, sospechando siempre, como sucedió, que el enemigo no les aguardase.

Mientras tanto la tía Felicia había despachado á toda prisa al zagal á la Braña, sospechando que hubiera podido ir á hablar con Nolo.

El cual, enterado del suceso y sospechando lo demás que en el cuarto de la guardilla ocurría, tuvo a bien prohibir, bajo penas severas, que ningún chico pusiese los pies en la guardilla, ¿eztamo? Aquel chico gordo, rubio y tan espigado que aporreó al hijo del brigadier, tenía un nombre sonoro y aristocrático, Pedro Mendoza y Pimentel.

Y para decírtelo todo en una palabra: Fortunata, soy un santo. No es esto jactancia, es la verdad... ¿Crees que voy a hacer daño a tu hijo? ¡Hacer daño a una criatura! Eso no cabe en lo humano. Déjamele ver, y te diré algo que te aprovechará. Fortunata, al fin, sospechando que la contrariedad podía irritarle, permitiole ver al nene, sin acercarse mucho, y protegiéndole con sus manos.

Comprendió el Magistral por qué torcidos senderos conocía el ex-regente las ligas de su mujer. También Quintanar tenía, además de vergüenza, celos. No podía saber De Pas hasta qué punto había llegado la debilidad de don Víctor, que se decía a mismo: «Probablemente este clérigo, malicioso como todos, estará sospechando... lo que no ha habido».

¿Qué dice usted, hombre? ¿De quién habla usted? indicó Jacinta sospechando que Ido se electrizaba. Y en efecto, creyó notar síntomas de temblor en el párpado. «El Pitusín prosiguió Ido tomándose más confianza y bajando más la voz , es un nene de tres años, muy mono por cierto, hijo de una tal Fortunata, mala mujer, señora, muy mala... Yo la vi una vez, una vez sola. Guapetona; pero muy loca.

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