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Actualizado: 14 de junio de 2025


A la mañana siguiente abandonaría el hotel, con todo su equipaje, y antes de la puesta del sol estaría navegando en plena mar. Comió fuera del albergo. El recuerdo de Freya, fresco y vivo, se elevaba entre él y las bocas pintadas cada vez que éstas le sonreían queriendo atraerle.

Y los mascarones, apoyando la diestra en el machete viejo o el cuchillo de cocina que llevaban al cinto para «estar más en carácter», sonreían agradecidos. Ich danke... Mochas grasias. Algunos comían entre sudores de angustias, disfrazados de derviches con mantas de cama. Un grave alemán se había puesto el chaleco salvavidas que guardaba todo camarote por precaución reglamentaria.

Los puritanos la miraban y si se sonreían; mas no por eso se sentían menos inclinados á creer que la niña era el vástago de un espíritu malo, á juzgar por el encanto indescriptible de belleza y excentricidad que brillaba en todo su cuerpecito y se manifestaba en su actividad.

Ambos sonreían haciendo muecas y contorsiones como monos amaestrados. Barragán se había puesto muy pálido y les miraba con ojos de extravío sin responder a sus repetidas salutaciones. Doña Mónica estupefacta les miraba a unos y a otros olfateando un misterio y no se decidía a salir de la habitación.

Algunos oyentes, los más sombríos, sonreían con gesto compasivo oyendo sus maldiciones a la fuerza y sus himnos a la dulzura y al triunfo por la resistencia pasiva. Era un ideólogo, al que había que oír porque servía a «la causa». Ellos, que eran los hombres, los luchadores, sabrían en silencio aterrar a la sociedad maldita, ya que se mostraba sorda a la voz de la Verdad.

El doctor cortó la conversación recordando su viaje á Bilbao, y salió de la cantina después de hacer varias recomendaciones para la curación de Tocino. La mujer y el hijo sonreían servilmente, pero con una expresión hostil en la mirada, gravemente ofendidos por la franqueza del doctor.

Piadoso obsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores venturoso y feliz en que mi alma tenía la pureza de las azucenas; en que los cielos y la tierra me sonreían, cuando en el templo alfombrado de amapolas, entre el humo de los incensarios, a los acordes solemnes del órgano, delante de un altar, resplandeciente, me acerqué trémulo, anonadado, a recibir el Pan Eucarístico.

Y comprendió el gesto triste de su boca pálida, que colgaba con desaliento entre dos profundos surcos verticales. «¡Lo que esos ojos habrán visto!», continuó pensando. Pero los ojos no querían acordarse, y le sonreían, contentos del momento presente. Acababa de salir de un gran hotel convertido en hospital y esperaba el tranvía para ir á Mentón.

A cuantos encontraba detenía con guiño misterioso, y metiéndose en el portal más próximo les mostraba, lleno de emoción, el contrabando que traía oculto. Ninguno preguntaba lo que iba a hacer con él. Sonreían, le apretaban la mano significativamente y solían preguntarle al oído: ¿Para cuándo? Esto para la noche, pero a las doce sale la carroza. ¿Se escaparán? ¡Ca! Están bien tomadas las medidas.

Y apretaba más. ¡Más! volvía a decir. Seguía apretando mientras en sus ojos chispeaba una sonrisa maliciosa. ¡Más! ¡más! Basta decía ella levantándose. ¿Lo ves? ¡ya te hice sangre! ¡Qué atrocidad, ni que fuese un perro! E inclinándose de nuevo, chupaba con afán voluptuoso la gotita de sangre que saltaba en el brazo. Ambos sonreían con pasión reprimida.

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