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Actualizado: 14 de junio de 2025
Se perdían en la tortuosidad de los senderos transversales. Algunos, sentados en un montón de maderos, sonreían leyendo un pequeño periódico redactado en las trincheras. Se notaban en el camino los mismos indicios que denuncian sobre la superficie de la tierra la proximidad de una población.
Unos toreros le sonreían con sonrisa tentadora. Otros procuraban excitar su orgullo... El toro reflexionaba un rato. Luego hacía un movimiento de cabeza como diciendo: ¡No! ¡Nunca!... Este negocio no me conviene... Y seguía su camino, insensible a todos los requerimientos. Fue entonces cuando el viejo aficionado me dijo que ya no había toros: Ya no hay toros.
La espada quedó clavada en menos de un tercio, cimbreándose, próxima a saltar del cuello. Gallardo se había apartado de los cuernos, sin hundir el estoque hasta el puño como otras veces. ¡Pero está bien puesta! gritaban los entusiastas señalando la espada, y aplaudían estrepitosamente para suplir con el ruido la falta de número. Los inteligentes sonreían con lástima.
Además, el personaje imponía admiración con su aspecto. Los que le contemplaban por primera vez sonreían satisfechos. «Así se habían imaginado al grande hombre; no podía ser de otro modo.» Y parecían venerar con sus ojos las luengas barbas blancas, las dos crenchas de su cabellera, onduladas y brillantes como las vertientes de una montaña cubierta de nieve.
Nuestros ojos sonreían, cambiando largas miradas impregnadas de pasión; nuestros labios murmuraban frases de amor; nuestras manos se buscaban en la oscuridad y se oprimían, tan pronto viva como débilmente. Gloria me preguntaba aún muy bajito si la perdonaba. Yo respondía que sí y que la adoraba.
Conoció la magnanimidad de los inmensos dolores; hizo sus dádivas como una madre que, al rezar por su hijo desahuciado, reza por los demás enfermos, creyendo que con esta generosidad serán mejor atendidas sus súplicas. Además, ¡la duda cruel!... Los empleados, al tomar sus paquetes, sonreían tristemente. Era casi seguro que se los apropiarían los guardianes.
La pobre Regenta estuvo elocuente; se figuró que el jefe del partido liberal dinástico la entendía, que no era como aquellos vetustenses de cal y canto que hasta se sonreían con lástima al oír tantos versos «bonitos, sonorosos, pero sin miga», según aseguró don Frutos en el palco de la marquesa.
Los indios supersticiosos, en cambio, creían que Simoun era el diablo que no quería separarse de su presa. Los pesimistas hacían un guiño malicioso y decían: Talado el campo, se va á otra parte la langosta. Solo algunos, muy pocos, sonreían y callaban. A la tarde, Simoun había dado orden á su criado para que si se presentaba un joven que se llamaba Basilio, le hiciese entrar en seguida.
Pero si había alguna persona de fuera, al hablar de Enrique todos sonreían alegremente, como diciendo: «No nos pregunten VV. por ese calavera, ese aturdido. ¿Quién pone puertas al campo?» La tolerancia que mostraban les hacía simpáticos, y al mismo tiempo prestaba más realce a su conducta intachable.
Desde el momento en que pone la planta en Haití: «¿Dónde está el oro? ¿Quién tiene oro?» son sus primeras palabras. Los naturales se sonreían, estaban como atontados de esa hambre de oro, y prometíanle buscarlo, deshaciéndose en el acto de sus sortijas para satisfacer cuanto antes apetito tan apremiante.
Palabra del Dia
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