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Actualizado: 14 de junio de 2025


Esta vez no me reí, sino que entré decididamente en la iglesia. Vi muchos santos pintados o de escultura, y, ¡cosa singular!, parecióme que todas las imágenes sonreían apaciblemente. La iglesia era modesta, blanca, obscura. En los lustrosos bancos se sentaban algunas señoras de edad.

Mal poeta era Cármenes, pero el rigodón lo conocía muy a fondo. Bien se lo envidiaba Ronzal. La de Páez y la del barón al pasar cerca una de otra se sonreían discretamente, como diciendo: ¡Vaya todo por Dios! o bien ¡qué par de cursis nos han tocado en suerte! Pero Ronzal, como si cantaran; pensaba en la pechera, en el cuello de la camisa, y en las colas de los vestidos.

¿Y porqué me iba a agitar? ¿No se realizaba mi sueño más querido? ¿No se abría para mi un porvenir que no empañaba la más leve nubecilla. Así, confusamente reparé en algunas señoras de edad que me sonreían al pasar, y sentí una inmensa lástima por ellas, al ver que eran demasiado viejas para casarse.

El conferencista, que había pasado casi inadvertido durante la travesía, se agigantaba ahora de golpe con este homenaje popular. Muchas señoras que apenas se habían fijado en él, sonreían y lo encontraban «muy distinguido de figura». Un mocetón italiano, representante de una sociedad obrera, saludó al professore con un discursito aprendido de memoria.

Los trabajadores que tenían más confianza con él, sonreían al sorprender las miradas involuntarias con que acariciaba este adorno de la solapa, mientras pasaba revista á los talleres. ¿Cuándo es la boda, don Fernando? le preguntaban. Y él contestaba con una sonrisa de enamorado, contento de la vida, como si desease comunicar algo de su felicidad á cuantos le rodeaban.

La gente menuda comentaba a la puerta de la sacristía el gran incidente de la fiesta. Su Eminencia no había bajado al coro ni asistiría a la procesión. Decíase que estaba enfermo; pero los de la casa sonreían recordando que en la tarde anterior había ido de paseo hasta la ermita de la Virgen de la Vega. Era que no quería ver al cabildo.

Y todos, obsesionados por sus pensamientos, se apartaban y aislaban para reflexionar mejor. Restablecíanse las distancias sociales, que en mitad del viaje parecían haberse suprimido. Las caras ya no sonreían. Todos, con gesto de preocupación, evitaban la familiaridad. Parecían tener miedo de que las relaciones amistosas de a bordo se prolongasen en tierra.

Pepa y Rosa y las demás criadas sonreían discretamente, sin atreverse a tomar parte en el desorden, pero un poco menos disciplinadas que al empezar la comida. Pedro ya no se asomaba a la puerta. Se habían roto dos copas. Los pájaros de la huerta se posaban en las enredaderas de las ventanas para ver qué era aquello y mezclaban sus gritos gárrulos y agudos al general estrépito.

Gallardo toreó, mató, fue volteado por un toro, sin sufrir heridas, y tuvo al público en continua angustia con sus audacias, que las más de las veces resultaron afortunadas, provocando colosales berridos de entusiasmo. Ciertos aficionados respetables en sus decisiones sonreían complacidos. Aún le faltaba mucho que aprender, pero tenía corazón y buen deseo, que es lo importante.

Dirigiendo en torno la mirada, haciéndola vagar por el círculo de montañas, todas grises con la luz de la luna, recordaba en ese momento la mañana de su fuga, un amanecer lívido y frío, el lago plomizo flagelado por el viento, erizado de las olas opacas. Huía sin la menor vacilación. La esperanza, la certidumbre de volverla a ver le sonreían. ¿Cuándo, dónde? No lo sabía. Pero la vería.

Palabra del Dia

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