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Yo, algo impaciente, me levanté y la dije: Nada, decidirás. Yo ya te he indicado lo que te puede pasar. No qué aconsejarte. La muchacha suspiró más fuerte, y viendo que me disponia a salir, me detuvo. No, no me deje usted. ¿Qué quieres que haga? La Shele pensó un momento, y dijo: ¡Escríbale usted al señorito Juan! Le escribiré, pero va a tardar mucho en saber la noticia.

Y mientras llega la carta y la recibe, si es que la recibe, ¿qué piensas hacer? ¿Ir al caserío? No, al caserío, no. Mi padre y mis hermanos me pegarán. Entonces, ¿quieres que yo se lo diga a la señora para ver qué decide? No, no. ¡Ay, ené! Pues, ¿qué vas a hacer? ¿Adonde vas a ir? -No . La Shele miraba el suelo y suspiraba. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

De manera decía doña Celestina con voz imperiosa que yo le doy a la Shele cuatro onzas y dos vacas. Y las azadas y el trillo añadía Machín el viejo. Bueno, y las azadas y el trillo. ¿Con esto estamos ya conformes? Es que ... decía Machín padre, rascándose la cabeza como la chica ha quedado en ese estado, yo no si estará bien..., porque las gentes dirán que ... Eso ya os lo he dicho antes.

Pasé con Wilkins cerca de ocho años, y al cabo de éstos mi capitán se retiró, ya viejo, a Sidney; yo fui a Manila, y desde Manila a Cádiz. Iba a entrar de piloto en la derrota de Cádiz a Filipinas. Mi madre me llamó, y volví a Lúzaro. Entonces conocí a la Shele. La Shele era hija de una familia de buena posición que se había arruinado. Tenía algún parentesco con mi madre.

Adornaron el cuarto de la enferma de blanco, lo cubrieron de sobrecamas y trajeron flores y estampas religiosas. En el momento de darle el Viático había unas mujeres en el pasillo del caserío con velas encendidas. La Shele era muy cariñosa, y sin duda de verse mimada en aquel trance, se encontraba alegre y sonriente. Por la mañana murió la pobrecilla.

Pero esos son unos salvajes replicó doña Celestina . No quiero que la Shele vaya allí. La tratarían muy mal. ¿Y Machín? preguntó el cura . ¿Machín el mozo? ¿El de mi caserío? . Pero, ¿no es tonto ese muchacho? ¡Ah! ¡Claro! No vamos a encontrar un hombre perfecto como los de la Constitución del año doce. El señor vicario se permitía alguna bromita de cuando en cuando contra las ideas liberales.

Hubiera quedado muy sorprendido si en el transcurso de los años hubiese sabido que la Shele vivía tranquila y feliz con su marido. Cuatro o cinco meses después de esta escena que te he contado de los preliminares de la boda, me llamaron del caserío de Machín. La Shele había tenido un hijo fuerte, robusto, pero ella estaba enferma.

Cuando supe esto, me figuré que, como dice todo el mundo, las mujeres son volubles e ingratas, y pensé que la Shele me había olvidado con la ausencia. Escribí a uno de los amigos de Lúzaro preguntándole lo ocurrido con ella. Meses después pude recoger en Cádiz dos cartas suyas en contestación a la mía.

La encontré, la primera vez que fui a visitarla, muy quebrantada y con un principio de fiebre. Pasó un día y otro día. La pobrecilla no mejoraba. Cualquier cosa, la menor palabra, la hacía llorar. Doña Celestina me llamó reservadamente. ¿Qué le pasa a la Shele? me dijo. Que está mal. ¿Pero no mejora? No. ¿Qué tiene?

Que pesara sobre su conciencia la brutalidad que había hecho. Seguí visitando a la Shele diariamente. No había manera de hacerla reaccionar. Estaba decidida a dar un adiós definitivo a la vida. Ante una resolución tan firme de morirse, todos los planes terapéuticos se estrellan. A los quince días hubo que confesar y dar la Unción a la Shele. Doña Celestina y sus hijas fueron a verla.