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Actualizado: 3 de junio de 2025
Nace bien esta beldad extraordinaria, con el genio a sus plantas». Dos amigas están sentadas a la sombra de la magnolia, nuestra antigua conocida. En un sillón está sentada Lucía. Otras sillas de mimbre esperan a sus dueñas, que andan preparando dulces por los adentros de la casa, o con Ana, que no está bien hoy. Está muy pálida.
Las vecinas le encontraban algunas veces en las calles hablando con señoritos cuya presencia hacía reír a las mujeres, o con graves caballeros a los que la maledicencia daba motes femeniles. Unas temporadas vendía periódicos, y en las grandes fiestas de Semana Santa ofrecía a las señoras sentadas en la plaza de San Francisco bandejas de caramelos.
En la gran nave central del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos a mucha distancia; en las capillas laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en las sombras, se veía apenas grupos de mujeres arrodilladas o sentadas sobre los pies, rodeando los confesonarios. Aquí y allí se oía el leve rumor de la plática secreta de un sacerdote y una devota en el tribunal de la penitencia.
Aquella mujer lloraba silenciosamente; de tiempo en tiempo un sollozo desesperado hacía desgarrador su llanto. En la alcoba, sobre un reclinatorio delante de una virgen de los Dolores, había una lamparilla encendida. Fuera de la alcoba, junto á la puerta, estaban sentadas dos dueñas silenciosas é inmóviles. Pasó algún tiempo así.
Sólo en los alrededores de la plaza vió sentadas algunas mujeres, como en las tardes plácidas de otros veranos. La mitad del vecindario había huído; la otra mitad permanecía en sus hogares, por rutina sedentaria, engañándose con un ciego optimismo.
La voz era profunda, particularmente al terminar los períodos: al principiarlos, más gangosa que profunda. Los rostros de los feligreses expresaban aburrimiento resignado. Las mujeres, sentadas en el suelo, miraban cara a cara al cura con ojos distraídos. Los hombres de la puerta bostezaban, abriendo la boca hasta descoyuntarse las mandíbulas.
Luis, entusiasmado por la admiración de las dos muchachas sentadas junto a él, quiso mostrarse en toda su grandeza heroica, y repentinamente arrojó una copa a la cara del Chivo, que estaba enfrente. La fiera del presidio contrajo su carátula feroz e hizo un movimiento para incorporarse, llevándose una mano al bolsillo interior de la chaqueta.
Tenían a las más pequeñas sentadas en las rodillas, mientras las otras, de pie y con unos atisbos de timidez y pudor femenil, no osaban acercarse mucho al banco, haciendo como que platicaban entre sí, cuando realmente sólo atendían a la conversación de los militares. Al otro extremo del paseo se oyó entonces un grito conocidísimo de la chiquillería. Barquilleeeeé....
Cuando pasaba silenciosa, fingían no verla, lo mismo que el obscuro viandante parecía no enterarse de la existencia de la alquería y de las personas sentadas bajo el porche. Era costumbre antiquísima en Ibiza no saludarse en campo raso apenas cerraba la noche. En los caminos se cruzaban las sombras sin una palabra, evitando el encuentro para no rozarse ni conocerse.
Mucho te quiere el capitán, Florita le decía aquélla con sonrisa ambigua; la misma sonrisa que se pintaba en el rostro de las otras tres mujeres que con ella estaban sentadas. ¿Por qué me ha de aborrecer? Nunca le hice daño respondió la joven con presteza. Tampoco yo le he hecho daño, y no me quiere tanto. Será porque no le ha caído usted en gracia.
Palabra del Dia
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