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Actualizado: 29 de julio de 2025
Al cabo de un instante dijo otra vez: Esta loca tiene miedo de mí, que vengo á salvarla, mientras que los otros la engañan y la pierden. Ni un aliento, ni un rumor que revelase la presencia de un ser viviente. La cólera se apoderó de Sorege. Se levantó y dijo estremeciéndose de impaciencia: Aunque tenga que echar la puerta abajo, yo sabré si esta mujer se oculta de mí.
Prueba de que ha sido por eso, o porque tú estabas presente, y como tuviste la culpa de que se rompiese el compromiso... como ella siempre piensa que tú has deshecho su felicidad... Los ojos de Zoraida se llenaron de lágrimas. Perdóname Zoraida, todos sabemos que procediste con la intención de salvarla y nunca me atrevería a reprocharte nada.
Los dioses del Olimpo no pudieron salvarla del furor de César: el Profeta la ha visto morir sin tenderle una mano desde su sepulcro: Cristo la ha entregado al hambre y á la peste cuando no la ha envuelto en los horrores de la guerra. Su destino ha sido el mismo bajo todas las religiones; y ella sin embargo ha sido bajo todas creyente.
Por un segundo se abandonó, desfallecida, a esta imaginación de Julio que sobrevenía para salvarla de Muñoz. Y ambos huían de la pobre Laura. Pero luego estrujó el papel con impaciencia y sonrió con angustia. Raquel se retorcía las manos, consternada. ¡Déjala ir! Si supieras, Raquelita, qué inútil sería también esta carta. A Muñoz no podrás quererlo nunca.
Gracias al delirio producido por la fiebre, pasó junto a la muerte sin darse cuenta, y la violencia del mal le había quitado la conciencia del peligro. Despertó como un niño sobre el brocal de un pozo, sin medir la profundidad del abismo. Cuando le dijeron que había estado a punto de morir y que sus amigos desconfiaban de salvarla, quedó muy sorprendida. No sabía de cuán lejos regresaba.
Antes de morir tiene el inefable consuelo de ver a su hijo gobernador de una provincia de tercera clase. Célebre apóstrofe de D. Manuel Pez contra las improvisaciones. Los prohombres de la tertulia de Pez exhalan, en desgarradoras quejas, su sentimiento de ver a la patria en situación tan triste. Todos quisieran salvarla.
La mujer murió en 1850; yo hice todo lo que pude por salvarla. El marido me pidió la cuenta y yo pasé dos años sin ir por la casa. El año último el sastre me envió a buscar; le encontré en la cama, de tal modo cambiado, que no podía reconocerle. Estaba tísico en el último grado. Así lo dije a una regordeta que lloraba a su cabecera.
Me suplicó que saliera, me lo pidió de rodillas; yo le dije que no esperara nada, que usted no podría ni sabría salvarla del poder de aquella gente cruel. Nada, no me oyó. Su propósito era inquebrantable. Conocí que su fidelidad era la más grande de sus virtudes; y creyendo que era imposible arrancarle la primera imagen, la imagen que nada puede borrar, desistí de mi intento.
Y habían ido juntos sin pensar ni uno ni otro lo que hacían. Desde aquella tarde había empezado para la Regenta la vida de la devota práctica; pero duró poco la eficacia de aquel impulso en que no había piedad acendrada sino gratitud, el deseo de complacer al hombre que tanto trabajaba por salvarla, y que era tan elocuente y que tanto valía.
Tu mano omnipotente me hiere y me sana al propio tiempo. ¡Pobre madre mía de mi alma! ¡Cuán infeliz has sido! Y él... ¡ay! él... no puede ser impío y perverso como tú supones... ¡Ahora comprendo por qué y cómo yo le amaba! La enfermedad siguió su curso ascendente. Tres días después de la escena que hemos descrito, Doña Blanca estaba tan mal, que no había esperanza de salvarla.
Palabra del Dia
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