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Actualizado: 5 de noviembre de 2025


Pepe la había festejado bastante en los últimos días. Comenzó a inquietarse. Al fin, ella misma vino hacia él. No ha estado usted anoche en el Real. ¿Guarda usted la Cuaresma? ¡Oh, no! dijo riendo el joven . Es que me dolía un poco la cabeza y me acosté temprano. ¡Claro! ¿qué había de suceder? Por la tarde montaba usted un caballo que no cesaba de saltar.

Durante algunos minutos luché con todas mis fuerzas para conseguir mantener sobre la superficie la cabeza de la pobre niña inconsciente, sin embargo, era tan poderosa la corriente, con sus masas de hielo flotante, que toda resistencia parecía imposible, y ambos fuimos arrastrados cierta distancia río abajo, hasta que al fin, llamando en mi auxilio mis últimas fuerzas, conseguí salir del peligro con mi insensible carga y llegar a un banco de arena, donde pude sosteniendo una fiera lucha, saltar a tierra y arrastrar a la pobre niña sobre la orilla helada.

Apreté los puños de ira, y hasta hoy me asombro cómo pude dominarme para no saltar de mi escondite y arrojar por el suelo a ese impudente campesino. Hubiera sido capaz en aquel momento de dejarlo muerto en el sitio.

El señor gobernador no erró la pista: tan sólo equivocó la pieza, y en vez de saltar la liebre saltó un venado».

¡, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!... ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer, antes de casarse! ¡, y me viene con su familia!... ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!

Durante su permanencia en la ciudad de la esperanza, se apiadaban de las compañeras que habían quedado dentro del cerco con las alas rotas, sin fuerzas para saltar, ebrias de veneno que reavivaba falsamente las ilusiones de su primero y único viaje. Un movimiento general de las gentes que ocupaban la cubierta interrumpió esta conversación, haciendo abandonar sus sillones a las francesas.

Defended vos vuestro trépang dijo una voz. ¡Eh, tunante; ven aquí a repetir esas palabras, si te atreves, o deja al menos que yo te vea la cara! dijo el Capitán, perdiendo la paciencia. Ninguno respondió; pero tampoco ninguno hizo el menor ademán para saltar en tierra.

Isagani se encogió de hombros y siguió mirando. Basilio trató de arrastrarle de nuevo. ¡Isagani, Isagani, óyeme, no perdamos tiempo! Esa casa está minada, va á saltar de un momento á otro, por una imprudencia, una curiosidad... ¡Isagani, todo perecerá bajo sus ruinas! ¿Bajo sus ruinas? repitió Isagani como tratando de comprender sin dejar de mirar á la ventana.

Las puertas estaban ya, sin embargo, guardadas y prohibida la salida; púdose, a pesar de todo, hacer saltar la tapia del jardín a un pinche de cocina, y este fue el encargado de llevar al diplomático la embajada de la condesa.

Había sido preciso todo el ascendiente moral que ejercía sobre ella su bienhechora, y un poco, también, la violencia material, para impedirla saltar del coche cuando había visto aparecer á Clementina en lugar de su marido. Clementina tuvo necesidad de cogerla por la cintura, sin dejar de dirigirle los más violentos reproches. Hasta París, Herminia no había hecho más que sollozar.

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