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Actualizado: 14 de julio de 2025


El señor D'Orsel nos trataba a todos como a niños, incluyendo a su hija mayor, a la cual rejuvenecía por un cálculo de ternura complaciéndose en aplicarle nombres que recordaban el convento. La entrada del señor De Nièvres fue más fría y la vista de aquel cuatuor íntimo pareció causarle un efecto muy opuesto. No si fue realidad o aprensión, pero me pareció hallarle fatuo, seco, hiriente. Su conversación me desagradó. Con la corbata un poco alta, su vestido irreprochable, con un aire especial de hombre en traje de etiqueta que acaba de ofrecer una fiesta y se siente dueño de su casa, se parecía poco al cazador amable y sencillo que había sido mi huésped en Trembles; pareciome también que Magdalena, con el deslumbrante broche que llevaba sobre el pecho, con la cabellera salpicada de diamantes, no se asemejaba a la modesta e intrépida andarina, que un mes antes nos seguía recibiendo la lluvia y caminando con los pies metidos en el mar. ¿Se trataba de una simple diferencia de indumento o era aquello más bien un verdadero cambio de las almas?

La campana seguía llamándolas con su tañer monótono, y todas entraban como manada al redil: feas, bonitas, ricas, miserables, virtuosas, perdidas, santas, pecadoras, madres, cortesanas, vestales del hogar o sacerdotisas del amor, todas, codeándose, juntas, desaparecían sorbidas por la puerta de la iglesia, levantando al entrar un cortinón más pesado que una losa y dejando entrever rápidamente una atmósfera cargada, sucia, humosa y salpicada por el resplandor amarillo de las velas.

Bajó Fortunata los peldaños riendo... Era una risa estúpida salpicada de interjecciones. «¡A , decirme...! Si no me echan, la cojo... le levanto... pero no , no recuerdo bien si le arañé la cara. ¡A decirme! Si le pego un bocado no la suelto... Ja, ja, ja...». Le temblaban tanto las piernas, que al llegar a la calle apenas podía andar.

El ideal se mostraba en su posible desnudez, los brazos remangados hasta el sobaco, el liviano pañuelo de percal arriado hasta donde el pudor empezaba a gritar con fuerza. El mórbido cuello relucía con el sudor, las mejillas se inflamaban y los negros y mal peinados cabellos caían en crenchas sobre la espalda y en rizos sobre la frente salpicada también de menudas y brillantes gotas de agua.

No bien hubo tocado los cristales Cuando el noscivo monstruo á la desierta Campaña dió de púrpura señales, Quedando la traicion mal encubierta, El agua salpicada de corales, El lobo ausente y la cordera muerta.

En la vega se cultivaban legumbres y algún maíz; pero la prosa de este género de plantíos la encubría la estación primaveral, adornándolos con una apretada red de floración: la col lucía un velo de oro pálido; la patata estaba salpicada de blancas estrellas; el cebollino parecía llovido de granizo copioso; las flores de coral del haba relucían como bocas incitantes, y en los linderos temblaban las sangrientas amapolas, y abría sus delicadas flores color lila el erizado cardo.

Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación, salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en Villalegre y en veinte leguas a la redonda.

En la ladera meridional del Red-Mountain, la larga espiga del acónito se lanzaba hacia arriba desde su asiento de anchas hojas y de nuevo sacudía sus campanillas de azul oscuro en el suave declive de las cimas. Una alfombra de verde y mullida hierba, ondulaba sobre la tumba de Smith esmaltada de brillantes botones de oro, y salpicada por la espuma de un sin fin de margaritas.

Hablaba del Niño Jesús, entraba en las casas con Deo gracias, decía lo del «Espíritu Santo sea con todos»... Traía todo ajuar de hipócrita: un rosario con unas cuentas frisonas; al descuido hacía que se le viese por debajo de la capa un trozo de disciplina salpicada con sangre de las narices; hacía creer, concomiéndose, que los piojos eran silicios y que la hambre canina eran ayunos voluntarios.

Se cambia de punto á capricho; tan pronto nos acercamos á una cascada, como descansamos en un charco tranquilo; aquí nos rozamos con el césped de la orilla, allá con el tronco de un sauce; se pasa de la obscura avenida, negra de sombra, á la superficie salpicada de luces que cae como lluvia á través del follaje.

Palabra del Dia

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