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Actualizado: 8 de mayo de 2025
Sin que nadie lo sospeche, he de cuidarlo y he de lavarlo como si fuera el de una infanta de España. ¡Qué horror, cielos santos, sí llegase a saberlo, por ejemplo, Julián el arriero!
¡Estás loca! repitió tristemente el tío Manolillo. Pero decidme... decidme... ¿cómo sabéis vos que esa mujer... doña Clara... ama á Juan? ¿Quieres tú saberlo también? ¿Que si quiero? ¡Sí! Pues bien, ven conmigo. ¿A dónde? A palacio. ¡A palacio! ¿y qué tengo yo que hacer en palacio? dijo con desdén la Dorotea. Verás lo que yo he visto, verás entrar á Juan en el aposento de doña Clara.
Y además de la caridad, no sé qué más íntimo, más humano, más sensual. Comprendía que quedaba algún licor en la copa de su deseo. Era joven, había crecido entre privaciones, tenía el corazón virgen, y le había consagrado sin saberlo á dos mujeres. Don Juan había salido á la ventura. No sabía dónde ir.
A consecuencia de todo esto, era menester tomar un partido y lo tomé más fácilmente de lo que un mes antes hubiera creído, pues había empleado todo mi valor en combatir las primeras tentaciones de un amor que el buen sentido y el honor reprobaban igualmente, y aquella misma que, sin saberlo, me imponía este combate, sin saberlo, también, me había ayudado poderosamente á triunfar.
Había en su expresión un tonillo de lástima impertinente, que poco más o menos quería decir: «¡Si yo soy mucho para ti, tan pequeño!». «Falta saberlo. Te casarás por fuerza. Te obligaré. Tú no me conoces. Soy un tirano, un monstruo, un Han de Islandia; beberé tu sangre... ¿Qué es eso de Han de Islandia? preguntó ella en su prurito de ilustrarse. Han de Islandia es berenjenas.
Ya se explicaba perfectamente las melancolías, los suspiros ahogados de Nucha. Y mirándole a la cara y viéndola tan consumida, con la piel terrosa, los ojos mayores y más vagos, la hermosa boca contraída siempre, menos cuando sonreía a su hija, calculaba que la señorita, por fuerza, debía saberlo todo, y una lástima profunda le inundaba el alma.
Pareció dudar si me diría una cosa, que por fin no se atrevió a confiarme. Elena, he contado con usted para recobrar esas cartas. ¡Conmigo! ¿Qué puedo yo hacer?... Creo que si usted hubiera insistido... He insistido respondió nerviosamente. He hecho más... he ido a su casa a pedírselas. ¡Oh! Luciana... Sí, una mañana dí ese paso insensato e inútil, sin saberlo mi madre.
En aquel momento estaba muy satisfecho de sí mismo el Magistral, porque acababa de ver claro. Ya sabía qué camino era el suyo. ¿Una persona... que le manda a usted venir a estas horas a mi casa?... Don Víctor, confiéseme usted si usted sabe algo de un asunto que le interesa muchísimo, y si el saberlo es la causa de esa alteración de su semblante.... Necesito empezar por aquí.
Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho, no gusta de que usted frecuente la iglesia y menos de que madrugue para ello, se alarmará menos si usted va de tarde... y hasta puede no saberlo siquiera muchas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta, se le dice la verdad, pero si calla... se calla. Como se trata de una cosa inocente, no hay engaño ni asomo de disimulo.
Sabéis demasiado: peor para vosotros si no queréis declarar, porque todavía sería tiempo de impedir un gran crimen. Quevedo, sin saberlo, decía la verdad. Los criados de Dorotea se aterraron. Yo sólo sé que la señora estaba llorosa, que no ha comido, y que antes de obscurecer se ha vestido como una diosa dijo Casilda.
Palabra del Dia
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