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Actualizado: 1 de junio de 2025


Habéis hecho vuestra fortuna; ¡cuanto tengo os pertenece!... ¡No! pero venid de todos modos; ¡os juro que no quedaréis descontento de ! Y sin dejarle apenas tiempo para cambiarse de traje, llevóselo como arrebata el ave de rapiña a su presa. M. Taillade y sus obreros tomáronle por un loco. El bueno de Romagné levantaba los ojos al cielo, y se preguntaba qué querrían de él otra vez.

Romagné se defendía como un gato panza arriba contra estas tentativas de corrupción; pero hubieron de descargar tantos golpes sobre su espeso cráneo, que acabaron por abrir en él un pequeño orificio por donde penetraron las ideas falsas, y se fueron apoderando de su cerebro. También acudieron las damas, de las cuales conocía L'Ambert muchísimas en todas las capas sociales.

Serás mi comensal, mi amigo inseparable, mi otro yo. ¿Quieres vivir, Romagné, para ser un segundo yo? No, no; ya que he comenzado a morir, lo mejor es acabar cuanto antes. ¡Ah, pedazo de alcornoque! ¡Voy a contarte, animal, el destino que te aguarda!

Sin duda. ¿Queréis verle? Cuanto antes. ¿Hay algún peligro tal vez? ¡Yo me hallo perfectamente! Vamos, por lo pronto, a casa de Romagné. Un cuarto de hora después nuestros dos personajes descendían a la puerta de los señores Taillade y Compañía, en la calle de Sèvres. Una amplia muestra, fabricada con trozos de cristal azogado, indicaba claramente el género de industria a que se dedicaba la casa.

No os guardo rencor le dijo, ni a ese bravo turco tampoco. Sólo tengo un enemigo en el mundo: un auvernés llamado Romagné. Y pronunciaba su nombre con una entonación cómica que hizo gracia a todo el mundo. Creo que aun hoy día la mayor parte de aquellas señoritas dicen: «Mi Romagné, cuando hablan de su aguadorDe esta suerte transcurrieron los tres meses de estío.

Adoraba a su familia y amaba a su prójimo; pero jamás se había bañado en su vida por temor de malgastar el agua, objeto de su comercio. Poseía los sentimientos más delicados del mundo; pero no sabía imponerse los sacrificios más elementales que la civilización recomienda. ¡Pobre M. L'Ambert! ¡y pobre Romagné asimismo! ¡qué noches y qué días! ¡qué lluvia de puntapiés!

Jamás predicador alguno, jamás Bossuet ni Fenelón, jamás Massillon ni Fléchier, jamás el mismo Mermilliod, desplegaron desde su sagrada cátedra una elocuencia más persuasiva y untuosa que la empleada por M. Alfredo L'Ambert ante el lecho de Romagné. Dirigiose primero a la razón, después a la conciencia, y por último al corazón del enfermo.

Una noche de la semana pasada, en que caminaba despacio, con el bastón en la mano, por una de las aceras de la calle de Eblé, lanzó inopinadamente un grito de sorpresa. ¡La sombra de Romagné, vestido de pana azul, habíase erguido ante él! ¿Era realmente su sombra? Las sombras no llevan nada, y ésta llevaba una cesta en la extremidad de un palo. ¡Romagné! gritole el notario.

Nadie lo diría al ver el trozo de piel que me ha vendido. ¡Qué horas tan desagradables me ha hecho pasar el muy burro!... Los mozos de cordel que veis por las esquinas son petimetres al lado suyo. Pero, gracias al cielo, ya me veo libre de él. El día en que le pagué sus servicios y lo puse de patitas en la calle, se me quitó de encima un peso inmenso. Se llama Romagné, ¡bonito nombre!

M. L'Ambert lanzó una exclamación de disgusto y de sorpresa. ¡Decir que un vil mercenario, a quien había religiosamente pagado su servicio, podía ejercer una influencia oculta sobre la nariz de un funcionario público, era una impertinencia! Es mucho peor aun replicó el doctor, es un absurdo. Y, sin embargo, os pido autorización para buscar a Romagné.

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