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Actualizado: 1 de junio de 2025
La relación que hoy hallamos entre vuestra nariz y la conducta de este auvernés, nos abre una perspectiva, engañosa tal vez, mas, sin duda alguna, inmensa. Esperemos algunos días: si vuestra nariz se cura a medida que Romagné se enmienda, se verá reforzada mi teoría por una nueva probabilidad.
Pero se apresuraron a decirle que la precaución era inútil, pues le darían de comer en la casa. Eso dependerá de lo que me cueste observó él. M. L'Ambert os dará de comer gratis. ¡Gratis! eso ya es distinto. He aquí mi piel. Cortadmela cuanto antes. Romagné soportó la operación como un valiente, sin pestañear siquiera. Esto es un placer decía.
Romagné diole las gracias, con gesto no desprovisto de altivez, se bebió una botella de vino en la cocina, tomó un par de copitas con Singuet, y marchó tambaleándose hacia su antiguo domicilio. M. L'Ambert volvió a entrar en el mundo con éxito; casi podría decirse que con gloria. Sus testigos le hicieron la más estricta justicia diciendo que se había batido como un león.
Adivinar, por el aspecto de vuestra nariz, que un auvernés ausente y perdido en la baraúnda de un París, se halla entregado a la crápula, es remontarse desde el efecto a la causa por caminos que la audacia del hombre no había intentado aún. En cuanto al tratamiento de vuestra enfermedad, se halla indicado por las circunstancias. La dieta aplicada a Romagné es el único remedio que puede curaros.
Me es lo mismo. En ese caso, no corréis peligro alguno, salvo, quizás, algunos accidentes mercuriales. ¡Ah, no! Prefiero que Romagné trabaje en otra cosa. ¡Ven, Romagné! Deja lo que estás haciendo y vente con nosotros al instante. ¿Quieres acabar de una vez, pedazo de zopenco? ¿No sabes a lo que me expones?
Sebastián Romagné fue dichoso por espacio de tres meses; pero, al comenzar el verano, empezó a tener historia. Su corazón, largo tiempo invulnerable, fue herido por las flechas del amor. El antiguo aguador entregose, atado de pies y manos, al dios que perdió a Troya.
Recogiola M. Bernier, examinola con una lente, y le pareció que el oro estaba como argentado en los alrededores del sitio de la rotura. ¡Diablo! exclamó. ¿Habrá hecho Romagné alguna calaverada? ¿Qué calaveradas queréis que haya hecho? ¿Le tenéis todavía en vuestra casa? No; el pillo me ha abandonado. Trabaja en la ciudad. Espero, sin embargo, que esta vez habréis conservado sus señas.
¡Y el maldito cirujano sin venir! Habían ido a avisarle con urgencia, a su casa, al hospital, a todas partes. Llegó por fin, y comprendió a primera vista que Romagné había muerto. Lo sospechaba exclamó el notario, llorando con mayor amargura, si es posible. ¡Bestia de Romagné! ¡Criminal! Esta fue la oración fúnebre del desdichado auvernés. Y ahora, doctor, ¿qué haremos?
Y no hubo más remedio que acceder, puesto que era el dueño de la situación. Pronto comprendió el notario que había adoptado el partido más prudente. El año transcurrió sin accidente alguno. Se pagaba a Romagné todas las semanas, y se le vigilaba diariamente. Vivía honradamente, llevando una existencia tranquila, sin más pasión que el juego de bolos.
Era preciso vivir sin nariz o soportar al auvernés con todas sus consecuencias: comer con él, dormir con él, llenar al lado suyo, y en la situación más incómoda, todas las funciones de la vida animal. Era Romagné un digno y excelente joven; pero roncaba como un órgano.
Palabra del Dia
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